El PKK es un movimiento internacionalista más allá de cualquier demarcación étnica. El PKK libra una lucha social, antisexista y antirracista en la que también participan turcos desde el principio. Haki Karer y Kemal Pir, por ejemplo, fueron de los primeros internacionalistas del movimiento de liberación kurdo nacidos en Turquía. El guerrillero Haki Pir también es turco y ha adoptado los nombres de ambos revolucionarios como nombre de batalla.
Creció en un entorno conservador y de extrema derecha, y se convirtió en soldado profesional del ejército turco. Allí también conoció a sus primeros amigos kurdos. La discrepancia entre la doctrina oficial, que también era la suya, y la realidad del Kurdistán que ahora percibía creó contradicciones iniciales con su «realidad» de entonces y, en última instancia, le condujo al PKK. «El nacionalismo turco es el mayor peligro para el pueblo turco», dijo Haki Pir. Esto es evidente en el estado en que se encuentra la sociedad turca debido al fascismo y al militarismo.
¿De dónde es y en qué tipo de sociedad creció?
Nací en Niğde y he pasado allí toda mi vida. Crecí en un ambiente conservador y nacionalista, pobre y obrero. Era una sociedad introvertida y muy conservadora. Vivíamos en la ciudad, pero como también había una conexión con el pueblo, me formó una síntesis de la cultura de la ciudad y del pueblo.
La primera contradicción de mi vida fue entre el pueblo y la ciudad. La vida del pueblo siempre me atrajo. Aprovechaba cualquier oportunidad para quedarme allí, aunque fuera un día más. Todo en el pueblo me parecía cálido y sincero. Para mí, era el único lugar donde había un estilo de vida colectivo, amor por la tierra y la naturaleza, trabajo, creencias sencillas sin exageraciones y gente sincera.
La vida en la ciudad siempre me afectó negativamente. Me costó adaptarme. Las leyes de la moralidad y la libertad que se aplicaban en el pueblo no funcionaban en la ciudad. Percibía la ciudad como un monstruo que asusta a la gente, la vuelve loca, la aprisiona y la empuja al desamparo. Al no tener otra opción, me vi obligado a soportar la ciudad y me encaminé hacia la urbanización, es decir, hacia convertirme en un monstruo. Para alcanzar la hermosa vida prometida por el capitalismo, quise ser el mejor en todas partes.
Viví este ciclo uniéndome a órdenes religiosas para ser el mejor musulmán, acudiendo a las sociedades idealistas [Lobos Grises] para ser el mejor turco, trabajando en la fábrica con el objetivo de ser el mejor obrero, rompiendo las reglas para ser el mejor amigo y presentándome a los exámenes para ser el mejor estudiante. Incluso ahora, no sé exactamente en qué categoría clasificar mis creencias y prácticas socioculturales, a mí mismo, a mi familia y a mi entorno, y en función de qué definirlas. La religión y la conciencia nacional se han exagerado y corrompido tanto que, dentro del sistema actual, buscar y vivir la verdad sobre ellas no puede ser más que un sueño.
¿Cuáles eran sus sentimientos hacia el pueblo kurdo cuando estaba atrapado en este sistema?
La palabra que más nos asustaba en nuestra infancia era «gitanos». Siempre nos decían quiénes eran los «gitanos», cómo viajaban, cómo robaban y secuestraban niños. Los rechazábamos como sociedad organizada y había muchas conversaciones que empezaban con «los kurdos y los armenios».
Todas se desarrollaban en una retórica de odio y desprecio. Las primeras palabrotas que aprendimos iban siempre dirigidas contra ellos. Para nosotros era como un juego: el que decía palabrotas recibía caramelos, chocolate o una recompensa. No nos gustaban los «gitanos». «Los echábamos del barrio, pero no los insultábamos. Nos hicieron creer que los kurdos y los armenios, que ni siquiera sabíamos que eran un pueblo, que nunca habíamos visto, eran peores que los «gitanos».
Cuando tenía siete u ocho años, conocí a una familia kurda que había huido de una disputa de sangre y tuvo que trasladarse a nuestro barrio para cubrirse las espaldas. Incluso antes de que descargaran sus pertenencias del camión, todo el vecindario, jóvenes y viejos, se inquietó. Todos querían que se fueran, pero tenían que quedarse, y se quedaron, arriesgándolo todo, renunciando a su identidad. Aunque no dijeran «soy kurdo», nadie en el barrio se sentía cómodo. Incluso el hombre que les alquiló su casa fue amenazado y golpeado. Eran constantemente condenados al ostracismo y humillados.
Las expresiones más comunes que recuerdo eran frases memorizadas como «asesinos, separatistas, traidores, descendientes de infieles», y se aplicaban a todos los kurdos. Por supuesto, había portavoces destacados que organizaban todo esto e incitaban al vecindario. Lo trágico era que esa gente no eran turcos, sino albaneses y muhajires [descendientes de emigrantes musulmanes del Imperio Otomano]. Nuestras relaciones con los muhajires y los albaneses eran muy estrechas; eran sinceras, honestas y responsables. Pero la «enfermedad de la turquitud» les hizo olvidar su propia cultura y tuvieron que mostrar comportamientos indignos de la esencia de la cultura turca en nombre de los turcos. El mayor enemigo de los turcos es el turquismo, que ha sido separado de su esencia y creado en una mesa distorsionando el original.
¿Cómo se veía al pueblo kurdo en este contexto?
Después de todo lo que había pasado, cuando supimos que existía un pueblo y que vivía en el Este, pensamos que el pueblo kurdo era atrasado, salvaje y bárbaro, que era fácil de engañar por nuestros enemigos globales porque era ignorante, que estaba formado por rebeldes que siempre se levantaban para derrocar al Estado y que nunca se podía confiar en ese pueblo.
La existencia étnica y cultural del pueblo kurdo era como una bomba a punto de estallar que amenazaba nuestra integridad religiosa y nacional. Se les interpretaba como la joroba en la espalda de Turquía que le impedía levantarse.
Algunos decían: «Los kurdos son las serpientes que alimentamos en nuestro vientre». El anacronismo de sus tradiciones, costumbres y organización tribal se consideraba un problema que había que superar. Se toleraba a los kurdos porque eran mano de obra barata y realizaban su trabajo con gran productividad. Como esta situación provocaba una competencia constante entre los trabajadores turcos y kurdos, eran marginados por la clase obrera y maltratados por los empresarios. Hoy, el mismo problema se impone a los inmigrantes árabes y afganos. Por un lado están los pueblos explotados y asimilados, por otro el Estado, que utiliza las preocupaciones de seguridad como material político populista y palanca.
¿Cuál era su actitud hacia el pueblo kurdo y el PKK durante su época de soldado turco, y cuál fue la razón que le hizo romper con todo eso y unirse al PKK?
El lema «Feliz el que se llama turco» nos lo inculcaron prácticamente en la cuna, y para el Estado cada niño es una semilla. El Estado planta esta semilla en el jardín de infancia a la edad de cuatro a cinco años. Hace todo lo necesario para que crezca como corresponde. La riega, la abona, la escarda y la poda constantemente hasta que da frutos. Uno de estos frutos es el servicio militar. Mi hostilidad hacia el pueblo kurdo y el PKK, que comenzó en mi infancia, crecía con el paso de los años. El servicio militar fue la culminación de mi odio hacia el pueblo kurdo. Siempre pensé que tendría la oportunidad de enfrentarme a mis enemigos, a los que había odiado durante años, y vengarme.
Durante el servicio militar conocí a mis primeros amigos kurdos. Pronto surgió una profunda relación con ellos. El proceso de conocer al pueblo kurdo empezó con ellos y duró hasta 2014. Con cada kurdo que conocía, me daba cuenta de que lo que nos habían contado en el pasado era mentira. Tuvieron que pasar entre seis y siete años para que el perfil del «kurdo malvado» impreso en mi mente cambiara y para que conociera al pueblo kurdo en realidad.
Ni en Adıyaman ni en Dersim pude realizar las cosas que había soñado durante mi servicio militar. No pude adaptarme al sistema centralizado y jerárquico del Estado. Mis contradicciones, que habían comenzado en el ejército, se multiplicaron. Tanto las injusticias dentro del ejército como las injusticias hacia la sociedad alcanzaron un nivel que ya no podía ignorarse. Me debatía entre el deber y la conciencia.
Tras algunas idas y venidas, decidí abandonar el ejército, lo que fue recompensado con una condena de un año de prisión por incumplimiento de contrato. La cárcel fue para mí el principio de la iluminación, y empecé a distinguir mejor entre blancos y negros. Reconocí la desigualdad cuando era niño, fui testigo de la injusticia durante mi servicio militar y comprendí la falta de libertad que suponía permanecer callado ante ella.
Salí de la cárcel y me invadió el deseo de lograr la igualdad, la libertad y la justicia. Sin embargo, durante cinco años no pude encontrar dónde y con qué lucha defender los valores sociales en los que creía. Durante este periodo de búsqueda pasiva, empecé a vivir en un barrio donde el pueblo kurdo era mayoritario pero seguía oprimido. Junto a ellos, tuve la oportunidad de conocer de cerca al pueblo kurdo, la cultura del Kurdistán y el movimiento por la libertad del PKK. Cuando escuché el mensaje de Newroz de Rêber Apo [Abdullah Öcalan] en 2013, imaginé una Turquía tan hermosa que soñé con ella durante unos minutos.
El mensaje de democracia, igualdad, paz y fraternidad era muy fuerte y sincero. Con este acontecimiento, mis ojos se abrieron y empecé a mirar a lo lejos. Empecé a caminar hacia el horizonte, donde creo que está la verdad. Mi orientación, que ahora aparece como un cambio de un frente a otro, es esencialmente el resultado del compromiso con principios y objetivos.
El primer frente, en el que luché por la coexistencia segura de los pueblos en igualdad, libertad, justicia y prosperidad, no me dio la oportunidad de realizar estos objetivos, sino que, por el contrario, me alejó de ellos. Sentí que podía alcanzar los objetivos a través del PKK. Hoy creo en ello más que nunca.
Continuará...