Tierra, agroecología y libertad

Argentina es uno de los centros neurálgicos del agronegocio a nivel mundial. Frente a esto, organizaciones como la Federación Rural proponen un nuevo modelo de producción, donde la solidaridad, el cooperativismo y la agroecología son posibles.

Las palabras de Dino Altamirano cargan el tiempo de la tierra. Ese tiempo no tiene que ver con las urgencias impuestas ni con la “nueva realidad” que ofrecen las redes sociales. Dino, sentado en un tronco que funciona como banco, habla sobre producir frutas y verduras sin agrotóxicos. A su alrededor, tres cajas de madera forman un arco bajo los árboles y el cielo. Sus palabras, en donde su Bolivia natal marca el ritmo, están rodeadas de una brisa fresca que acompaña lo que cuenta.

Cuando su historia se convierte en voz, todo suena duro, áspero, agotador. En su quinta de una hectárea y cuarto en Florencio Varela, en la provincia de Buenos Aires, no existen los fines de semana, los feriados y ni siquiera una estabilidad que permita delinear el futuro. Pero con paciencia y constancia, este pequeño agricultor produce tomates, zapallitos, lechuga, acelga y frutillas, entre muchas otras cosas.

Para Dino no hay demasiadas opciones: sembrar, cosechar, vender, intentar ahorrar e invertir otra vez en la tierra. Con métodos agroecológicos, con sabiduría y paciencia. Por eso, hace varios años decidió sumarse a la Federación Rural (FR), una organización sindical que aglutina a más de treinta mil productores y campesinos en casi toda Argentina.

Dino llegó de Bolivia en el año 2000 y se instaló en la ciudad de La Plata. Con el tiempo se trasladó a Florencia Varela. Antes producía flores y tenía un vivero. Al otro lado de la frontera, sus padres y abuelos también trabajaban la tierra. Ahora dice que cuando decidió “pasarse” a la agroecología no fue difícil. “Mis abuelos trabajaban así: se arrinconaban debajo de los árboles a buscar toda la tierrita suelta y con eso armaban almácigos de cebolla y después las trasplantaban. También preparaban remedios con yuyos del campo”, recuerda.

Cuando producía flores, Dino tuvo problemas de salud. En ese momento “trabajaba convencional” y tenía que fumigar dos veces por semana casi sin protección. Estuvo quince días en cama, con los pulmones afectados, hasta que se recuperó. En el tiempo de convalecencia pensó que era hora de “volver a lo de antes”. Y eso fue la agroecología. “La Federación Rural empezó a hacer algunos talleres y me mandé de una para interiorizarme más y para buscar más experiencia, porque al estar en otro país hay otros yuyos -cuenta-. Por ejemplo, no conocía el Paraíso, porque en Bolivia no hay. Empecé a trabajar de esa manera y me dio resultado. Hay muchos que no me creen que todo es orgánico. Y toda la verdura sale de diez”.

En el viaje hasta la quinta de Dino, Yanina Settembrino, integrante de la coordinación nacional de la FR, encadena datos, historias, reflexiones con la velocidad de quien sabe que es urgente que el mundo cambie. Y para eso hay que caminar, hablar, discutir, escuchar y aprender. Yanina lo hace desde hace muchos años: en Venezuela, junto al Movimiento Campesino Ezequiel Zamora, en una época donde Hugo Chávez marcaba las pulsiones latinoamericanas. Ahora, apostando por otro tipo de producción, donde cooperativismo, solidaridad y una alimentación más sana es posible y necesaria.

La ruta y las calles que dejamos atrás forman parte del cinturón frutihortícola más grandes de América del Sur. Va desde la ciudad de La Plata hasta el conurbano sur que rodea a Buenos Aires. Pocos lo saben, muchos trabajan y otros tantos se relamen con el negocio inmobiliario que permite la zona. Esto último, por supuesto, sin reparar en los desequilibrios demográficos y de hábitat que implica.

“La producción de este cinturón genera alimentos para doce millones de personas, porque no abastece solamente al mercado central y a todos los mercados concentradores de la provincia de Buenos Aires, sino también a Rosario en determinados momentos del año por una cuestión estacional, y a provincias del norte”, explica. Al escucharla, la pregunta es inevitable: ¿por qué en Argentina el hambre campea a sus anchas?

Yanina tiene algunas respuestas: porque se prioriza la especulación financiera, el negocio inmobiliario y, con un gobierno como el de Javier Milei, la apertura indiscriminada de importaciones. Los pequeños productores, campesinos y quinteros, conforman un batallón de miles de personas que todos los días producen para el país. Pero la prioridad es otra (y está arraigada en los más profundo del Estado argentino): explotar la tierra de forma indiscriminada por parte de un grupo selecto de oligarcas locales y -en las últimas décadas- grandes empresarios y hasta multinacionales extranjeras. Su negocio es exportar todo lo posible y vender todo lo caro posible en el mercado interno. Hoy, en Argentina, esta ecuación tiene total impunidad.

Al cruzar la tranquera de la quinta, a la izquierda se levantan los invernaderos y detrás aparecen plantaciones de acelga al descubierto. En el otro extremo del terreno hay más campo cultivable que espera ser sembrado. También está la casa de Dino, una construcción humilde de madera y chapa. Adelante, otra casilla es un kiosco que le sirve a su familia para sumar y llegar a fin de mes.

Producir con invernaderos en porciones de tierra tan pequeñas no es lo mejor, pero aumenta la productividad. En el cinturón verde donde estamos se cosechan frutas y verduras frescas, que se deben consumir de forma rápida. Para congelarlos, el proceso es costoso, y muchos y muchas pequeñas productoras no tienen esa posibilidad.

Yanina retoma las cifras que revelan un país oculto: sólo en el cinturón verde que abraza a la capital argentina, hay alrededor de seis mil quinientos quinteros y pequeños productores, de los cuales el 90 por ciento son inmigrantes bolivianos. En la zona, la FR cuenta con dos mil quinientos productores que se organizan a través de asambleas.

“La mayoría de los compañeros son migrantes, pero ya hace quince o veinte años que viven acá -cuenta-. Los compañeros tienen una alta productividad, son muy buenos produciendo y como trabajadores. Pero el 90 por ciento de los productores del cinturón son arrendatarios y ninguno llega a comprarse una quinta. A medida que el loteo de tierras para el negocio inmobiliario fue avanzando, capaz algunos pueden acceder a comprarse un pedazo para hacer una casita. Pero se necesita vivir en la quinta, porque la agricultura, como me dijo una vez un campesino, es cuidar permanentemente un bebé. Un productor no puede dejar de venir un sábado o un domingo. Tienen que vivir en la quinta, regar a la mañana y a la tarde, ver si hay que sembrar”.

Dino cuenta que hace diez años que está en la tierra que pisamos, que su trabajo es de sol a sol, con frío, calor o lluvias, donde las vacaciones son un sueño eterno y donde no existen “los privilegios que tienen los grandes terratenientes”. Pese a todo, nada ni nadie puede correrlo de su lugar. Junto a él trabaja el marido de su hijastra, y ahora están armando sus propios plantines de verduras. También preparan sus semillas, en un proceso que implica cuidar la planta, observarla, casi hablar con ella para saber cómo se siente y, si crece bien y fuerte, apartarla para que les regale las semillas para la próxima siembra.

Dino explica los peligros de “ligarse y pegarse” a las semillas genéticamente modificadas y a los agroquímicos. “Si comprás una planta o una semilla de tomate, en el troquel ya te dice lo que tenés que ponerle para sacar la producción. Plantás el plantín y a los tres días tenés que ponerle pulverizante para el follaje, después para el pulgón, después para esto y lo otro, y si no le hechas eso no va a venir la planta”, dice. A ese proceso hay que sumar que los costos son muy altos.

Yanina aclara que en la FR, la mayoría de los productores trabajan con agricultura convencional, pero que de a poco se avanza en una cultura agroecológica. “La agroecología hoy no es algo hegemónico debido a todas las presiones inmobiliarias, de rentas, porque hay que cumplir con un determinado tamaño para que en el cajón haya veinte kilos de tomates. Está todo estandarizado”, ejemplifica.

La agroecología, dice, no es una moda, sino que se remite a los tiempos lejanos de las primeras civilizaciones. Esa cultura de siembra, cuidado y cosecha está en el ADN de la humanidad. Aunque el agronegocio tiene apenas setenta años, su imposición fue voraz. “En el cálculo económico final, la agroecología es mucho más rentable, pero tenés que estar dispuesto a que los tomates no te salgan todos iguales, que el consumidor reciba un maíz que adentro tenga algún gusanito que hay que sacarlo, pero el maíz es igual que el resto. Pero en el supermercado no quieren eso. Si mirás una heladera con frutas y verduras, está impecable”. Esa perfección, asegura Yanina, no es natural.

Le pregunto a Dino cuántas familias pueden alimentarse con lo que produce durante un año. Responde que no sabe bien, que hay que sacar las cuentas por kilos o paquetes, pero después de pensar unos segundos dice que “unas cien familias al año, tranquilamente”.

Pero en Argentina el hambre es un flagelo.

“Hay producto, hay trabajo, no solo para alimentar a las personas, sino que también hay puestos de trabajo para la gente una vez que sale la verdura -explica-. Nosotros mantenemos cien mil puestos de trabajo. Cien mil puestos de trabajo se mueven con la agricultura”.

La contracara impuesta es despiadada. “Este año no se vendió morrón, con la berenjena tampoco pasó nada. No se vende porque no hay consumo -asegura Dino-. La gente mayor siempre compra berenjena para hacer escabeche, pero hoy en día los jubilados están pensando en cómo llegar a fin de mes, cómo comprar sus medicamentos porque no tienen más descuentos. Entonces no compran uno o dos kilos de berenjena, compran una o dos. Con el tomate y el morrón lo mismo, ni la acelga ni lechuga salen”.

Dino dice que a finales del año pasado el precio que le pagaban por los tomates era tan bajo que tuvo que desecharlos. Y que la tierra donde estaban plantados quedó roja como una remera de la Federación Rural. Dino se ríe, todos nos reímos debajo de los árboles que mueven sus ramas al compás de un viento otoñal. La tierra roja de alimentos que los intermediarios no quieren comprar y que la gente no puede comer. Tal vez sea una de las imágenes de una Argentina donde el gobierno prefiere impulsar una criptoestafa masiva, en vez de democratizar la tierra y la alimentación.

“No es fácil, es muy doloroso”, susurra Dino cada vez que tiene que tomar la decisión de desechar su producción.

El trabajo de los pequeños productores frutihortícolas en Argentina tiene todas las de perder. Frente a ellos hay un ejército que incluye gobiernos, inmobiliarias, pools que controlar la exportación agraria, una legislación que si hasta hace poco más de un año los protegía, ahora cae a pedazos de la mano desreguladora del Ejecutivo. Para productores como Dino, las fronteras se mueven todo el tiempo. Un terreno como el que alquila es una tentación para quienes impulsan complejos habitacionales de lujo. Si un día la zona donde produce se transforma en un objetivo para construir un barrio privado, no habría demasiadas herramientas para defenderse. Muchos de sus compañeros y compañeras ya fueron desplazados cada vez más lejos de los centros urbanos, donde acceder a los servicios básicos y a caminos transitables es una odisea. El propio Dino lo sabe, porque su terreno se encuentra a unas pocas cuadras de un centro urbano, pero la calle que pasa por su quinta no está asfaltada y tampoco tiene iluminación. Por si fuera poco, el lugar es considerado una zona residencial, por lo cual debe pagar los servicios de agua y luz a un precio más costoso.

La tarde comienza a esconder su luz en un horizonte interminable. Caminamos hasta los invernaderos, donde por ahora hay muy poco sembrado. Debajo de las construcciones levantadas con postes de madera y plástico, hay surcos listos y “corredores biológicos” con diferentes plantas que se encargan de controlar las plagas. Dino muestra los primeros brotes de lechuga, mira algunas semillas que le trajo Yanina, señala las plantaciones de acelga que mueven su verde cuando sopla el viento.

¿Con qué sueña Dino? Con tener un tractor, “no uno grande, aunque sea uno chico, porque con eso ya te acomodás, porque la agroecología lleva mucha rotación de la tierra y de los cultivos”. Con esa máquina, que en Argentina tiene un costo que oscila entre los siete mil y los quince mil dólares, no tendría que depender de contratar a un tractorista. Y también le permitiría respetar los tiempos de lo que siembra. Pero acceder a un tractor es imposible, las cuentas no cierran, lograr a un crédito blando para comprarlo es un callejón cerrado.

En la actualidad, en Argentina ingresan frutas y verduras de diferentes países, tan cercanos como Chile y tan lejanos como Egipto. Hasta la yerba mate es traída desde Paraguay. Es la primera vez en setenta años que el país importa alimentos frescos. ¿La razón? El neoliberalismo recargado de Javier Milei. Ni durante la pandemia del coronavirus sucedió esto.

En medio de esta película de terror, Dino dice con calma: “No creo que cambie esta vida, más a mi edad. Para mí, estar en el trabajo es como una terapia. No sé qué me podrían ofertar para dejar tanto sacrificio y tanto amor. No sé cómo explicarlo, pero ponés tanto en el campo”.

Dino viene de la tierra y hacia la tierra sigue yendo todos los días. Sus padres y sus abuelos, sus ancestros en la Bolivia natal, caminaron el sendero que Dino construye pese a tormentas naturales y políticas. “Nunca dejaría de ensuciarme las manos con la tierra, porque lo mejor que puede tener un ser humano es el contacto con la tierra. Eso es lo principal”, resume.

“La tierra te da de comer y por eso lo más importante es mantenerla y trabajar la agroecología. A mis compañeros les digo que se vuelquen a eso, porque no solamente nos hacemos un bien a nosotros, sino que hacemos el bien a la tierra, al medio ambiente, al que consume, a nuestras familias. Nuestra tierra es todo y si no la cuidamos, en el futuro no va a haber nada”, cierra Dino mientras la tarde se hunde en los surcos de una tierra que espera la nueva siembra.

Leandro Albani, periodista y escritor, desde Argentina para LoQueSomos. Autor de No fue un motín. Crónica de la masacre de Pergamino, y Ni un solo día sin combatir. Crónicas latinoamericanas. Tiene cuatro libros sobre Kurdistán. Ha realizado coberturas desde Venezuela, Bolivia, México, Cuba, Ecuador, España, Bélgica, Irán y Bashur (Kurdistán iraquí).