Hace ya una hora y media que dejamos Erbil, la capital de la región autónoma del Kurdistán de Irak, y nos dirigimos hacia el este. Hasta ahora, la carretera era todavía transitable, derritiéndose a través de un escarpado relieve; tocamos con nuestros dedos las estribaciones de los montes Zagros, que marcan la frontera natural entre las regiones kurdas de Irak y de Irán.
A unos diez minutos a pie de la carretera principal, a través de colinas áridas, miembros del Partido Democrático del Kurdistán Iraní (PDKI), ametralladora al hombro, se mueven. Bajo un calor abrumador y en un entorno casi lunar, transportan sacos a mano. De repente, como salidas de la nada, las siluetas de una veintena de hombres y mujeres jóvenes aparecen en el horizonte. Se les entregan trajes de color acre; el uniforme de los peshmergas –literalmente “los que afrontan la muerte”– del PDKI. La mayoría llegó del vecino Irán hace unos días y, por seguridad, viven ocultos en pequeños grupos en la zona.
Prohibida en suelo iraní, esta organización política y militar, con varios centenares de miembros en el exilio, y que preconiza “la democracia, la libertad, la justicia social y la igualdad de los sexos”, ha sobrevivido casi milagrosamente a la intensa represión en su tierra, reconstituyéndose en el territorio vecino kurdo de Irak a partir de los años 80.
“Le dijeron a mi padre que me matarían”
Ehsan tiene 19 años. Cuando Mahsa Amini –a quien todos aquí llaman por su nombre kurdo, Jhina– murió, él aún estaba en Irán, en Piranshahr, su ciudad natal. Y si, como muchos jóvenes simpatizantes del PDKI, ya había pensado alguna vez en unirse a las tropas del partido en Irak, no imaginaba que su salida pudiera darse de manera tan rápida.
“El primer día (de las protestas) salí a la calle. Estaban llenas de gente, muchos eran chicos y chicas que se manifestaban por primera vez. También era mi caso”, recuerda.
Amir, estudiante de Psicología de 28 años, también recién llegado, atestigua la magnitud del acontecimiento: “Era muy fuerte, muy diferente de las últimas manifestaciones que el país ha conocido”.
Rápidamente, el aparato represivo del régimen iraní hizo estragos. “He visto a los militares disparar directamente contra la multitud con la intención de matar. No sentían lástima por nadie, ni siquiera por los niños que se habían unido a las manifestaciones”, explica Ehsan.
Sentado a su lado, Brahem, de 20 años, se manifestó en su aldea desde los primeros días del levantamiento. El joven, que lleva un bigote limpio, parece agotado. “Los militares apuntaron a una niña de unos diez años. Vimos a sus hermanos llevarla al hospital, nadie sabe que ha sido de ella”, dice.
El segundo día Ehsan volvió a salir a la calle con un grupo de amigos. Explica que la represión ha subido un nuevo escalón, y muestra varias cicatrices, en piernas, brazos y en la nuca. Heridas que se asemejan mucho a las de un arma de plomo. “Fue un diluvio de balas. Lloré de miedo, pensé que iba a morir”, confiesa, todavía marcado por este momento. Retoma su relato: “No podía ir al hospital, era demasiado arriesgado, el régimen me habría detenido. Fueron los manifestantes quienes me llevaron a una casa y me curaron”.
Uno de sus amigos fue detenido. “Al día siguiente, los militares vinieron a amenazar a mi padre”, prosigue Ehsan. “Le dijeron que me matarían si no dejaba Irán. El mensaje era muy claro”. Dos días después, el joven cruzó clandestinamente la frontera iraquí.
Un régimen que reprime a las minorías
Brahem se queda unos días más. Pero ante una situación que se ha convertido en “insoportable”, da el gran salto y llega al Kurdistán de Irak el 27 de septiembre.
Un viaje de alto riesgo a través de esta frontera muy militarizada. Porque todos los candidatos al exilio lo saben: cada año, decenas de personas son abatidas por los pasdarans –el Ejército ideológico de Irán– cuando intentan cruzarla. Pese a la presión y a algún que otro susto llegarán, en diferentes momentos y a través de diferentes pasajes, a su destino.
Para Brahem está claro: desde el comienzo del levantamiento iraní, las minorías étnicas y religiosas reciben un “trato especial”. Y la historia parece darle la razón. Desde el inicio de las protestas, hace un mes, es entre las poblaciones baluches, en el extremo este del país, y kurdas, en el oeste, donde el balance de pérdidas humanas es mayor.
“Como kurdos, nuestra vida está llena de discriminación. Desde hace semanas, el régimen reprime a todo el país sin distinción, por supuesto. Pero la idea de que los militares disparan indiscriminadamente contra la multitud es falsa. No actúan de la misma manera en Teherán que en Sanandaj (en el Kurdistán iraní) y en Zahedan (capital de Sistán y Baluchistán). En realidad, el régimen iraní nos trata como animales. En Irán no tenemos derechos. Ni derecho a la dignidad”, abunda Amir.
Guerreras de temprana edad
Cerca de allí, un grupo de seis mujeres, algunas de las cuales apenas alcanzan la mayoría de edad, se someten a un entrenamiento de armas con otros reclutas. Por azares de la vida, decidieron dejar su tierra natal unos días antes de la muerte de Mahsa Amini. A menudo sin avisar a sus padres: “No se lo dije a mi padre hasta que llegué aquí. Lloró mucho”, explica Sonia, con los ojos llorosos. La joven, que parece más una colegiala que una combatiente, se muestra, sin embargo, segura de sí misma: “Quiero luchar por las generaciones futuras. Es mi deber”.
A su lado, Elnaz dice: “Dejé mi vida, mis seres queridos, mi familia, mi ciudad, todo lo que tenía, porque ya no podía aceptar esa presión. Salir fue desgarrador. Pero si queremos el cambio, tenemos que pagar por ello. Y estamos aquí para eso, para pagar”.
A unos 15 kilómetros, en un lugar del que no se sabe si es un pueblo, un campamento de refugiados o un campo de entrenamiento militar, Souhaila, de 20 años, y Bahar, de 23, amplios pantalones beige sujetos por una larga tira de tela y kalashnikov con la correa al hombro, patrullan.
Cuando se les pregunta por las razones de su exilio, sus explicaciones son claras: “En Irán me encontraba en la encrucijada de tres discriminaciones: étnica, como kurda; religiosa, como suní; y de género, como mujer. No se puede imaginar lo difícil que era vivir esta situación a diario”, explican. Ambas llevan ya tres años aquí.
Alta tensión
El 28 de septiembre, la República Islámica lanzó una importante ofensiva –con drones armados y misiles balísticos– contra el cuartel general del PDKI, situado en la pequeña ciudad de Koya. “El ataque alcanzó el edificio donde habíamos estado diez minutos antes”, suspira Elnaz. La joven es consciente: sus nuevas compañeras y ella habían escapado a una muerte segura. Catorce personas perdieron la vida, incluida la esposa de un peshmerga, embarazada.
En las últimas semanas, el régimen iraní no ha dejado de amenazar al PDKI, acusándolo de estar “implicado en los disturbios”. “Es aterrador. Pero antes de venir, sabía que podría pasar. Y esto puede repetirse en cualquier momento, quizás en unos minutos”, afirma Brahem, en tono fatalista.
A su alrededor, los nuevos reclutas del PDKI observan el cielo. Lo hacen con atención, pero no se muestran excesivamente preocupados. Sin embargo, tienen cuidado “de no agruparse visiblemente en un número demasiado grande”, como explica un cartel.
El sonido de un dron ruge en el cielo. En una carpa improvisada, pintada del mismo color que la tierra, los nuevos miembros del PDKI no pestañean. “No nos fuimos para ponernos a cubierto, sino para comprometernos”, concluye uno de ellos.
FUENTE: Laurent Perpigna Iban / Naiz/ Edición: Kurdistán América Latina