El hecho tantas veces repetido de que los kurdos son “el mayor pueblo sin Estado propio” no sólo conduce a su exclusión de la narrativa política y cultural, sino que también puede llevar a la suposición orientalista de que los kurdos deben ser intrínsecamente revolucionarios, progresistas, feministas o incluso anarquistas. En su estudio el politólogo Thomas Schmidinger demuestra que la existencia de los kurdos fuera del reconocimiento y la protección del Estado no les ha eximido de las jerarquías entrelazadas de clan, tribu y familia, ni de las jerarquías de género, edad y clase. Al mismo tiempo, sin embargo, esta existencia ha traído consigo la posibilidad de que surjan nuevos modos de organización social disruptiva, como atestigua el audaz e imperfecto establecimiento de la autonomía confederal en Rojava (Kurdistán sirio).
Una tensión poética similar anima la obra de Kajal Ahmad, poeta kurda de Kirkuk, en el norte de Irak. Tras sufrir el ostracismo y la hostilidad en su Kurdistán iraquí natal, Ahmad sabe bien que el kurdismo por sí solo no constituye una respuesta suficiente a la jerarquía estatal. Su obra constituye un apasionado rechazo de los binarismos perezosos: entre el hombre dominante y la mujer silenciada, el Estado colonizador y la minoría impotente, el malvado opresor y el noble kurdo. Más bien, la voz poética de Ahmad se forma y habla desde ese espacio aparentemente silencioso y negativo, demostrando la insuficiencia de estos binarismos para expresar las realidades políticas, culturales o sociales del Kurdistán.
Por tanto, por un lado, la existencia apátrida y transitoria de los kurdos permite reclasificarlos como “una especie de pájaro”, que forma una entidad política con sus propias características, nacidas del hecho de que los kurdos “van de país en país/y aún así nunca realizan sus sueños de asentarse”. Es el hecho mismo de su exclusión del Estado lo que ha endurecido a los kurdos para capear el “polvo en el viento suave”, escribe, en una imagen que evoca el modo de vida nómada tradicional de los kurdos, los repetidos desplazamientos forzosos que han dado lugar a una coexistencia desafiante y productiva con otros grupos sociales y étnicos, y la identidad atribulada y rehecha de los Gastarbeiters kurdos de los últimos tiempos, los exiliados políticos y los refugiados que viajan a Europa. En una línea que recuerda la crítica de Abdullah Öcalan a la formación del Estado, Ahmad sugiere que si los kurdos fueran capaces de “asentarse”, bien podrían encontrarse formando una “colonia” propia. Esta tensión y exclusión continuas son tan necesarias para una organización política productiva como para una expresión poética genuina. Al igual que en la tradición autocrítica del movimiento político kurdo, “asentarse” nunca es una opción.
Como contrapunto a la reivindicación de una condición que podría considerarse negativa, Ahmad también critica lo que se asume reductivamente como positivo. Frente a cualquier valorización irreflexiva de la kurdicidad, apunta a las normas de género y a las convenciones represivas ligadas a la cultura kurda. “Yo no beso (mi trenza), como hacía mi madre, me la toco en el ojo y me la aliso”, escribe en una subversión de la tradición popular kurda. En ocasiones, la crítica de Ahmad a la feminidad kurda pasiva refleja fielmente los términos establecidos por el movimiento militante kurdo, como en su frase “Como un cactus, me crecen espinas/de la angustia”, que evoca la doctrina del movimiento de mujeres kurdas de la rosa espinosa como representación de un derecho inherente a la autodefensa.
Pero la inquieta crítica de Ahmad va aún más allá, hacia un rechazo a encajar en los modos esperados de resistencia, lo que podríamos denominar una crítica al Estado y al patriarcado. Se trata de una mujer que decidió ponerse el hiyab y trasladarse a Jordania, lo que la condenó al ostracismo de la misma comunidad feminista en la que había encontrado voz. Como sugiere este hecho biográfico, la obra de Ahmad -como toda la verdadera poesía- no puede utilizarse fácilmente con fines propagandísticos, y tampoco está exenta de su propia mirada crítica. Ahmad no tiene “ninguna querida” salvo “la pluma, la página, la línea”, y esta alineación la sitúa más allá tanto de los sistemas represivos como de quienes trabajan políticamente para derrocarlos.
La capacidad de Ahmad para aceptar la tensión y trascender los binarismos prefijados encuentra una rica expresión en su poema “Were I a martyr”, un audaz compromiso con un término político sobredeterminado, reivindicado tanto por el movimiento político kurdo como por muchas de las fuerzas regresivas estatales e islamistas que durante tanto tiempo han reprimido a los kurdos. Al escribir “Muero como una patria sin bandera, sin voz/estoy agradecido/no quiero nada/no aceptaré nada”, Ahmad articula y desafía la paradoja por la que, en términos del movimiento kurdo, hay quienes “aman tanto la vida que están dispuestos a morir por ella”.
De este modo, el sacrificio de los hablantes los sitúa más allá del conflicto, más allá de la represión, más allá de los simples binarismos, en un momento de puro ser y expresión para el que las fuerzas políticas y sociales contrarias no tienen nada que hacer. Cuando escribe “No quiero flores/Porque soy la flor más hermosa”, su perspectiva no es crudamente apolítica, sino que marca su compromiso audaz y urgente con el papel de la poeta como voz en el desierto, producida por la lucha política kurda, pero trascendiéndola.
FUENTE: Matt Broomfield / Medya News / Traducción y edición: Kurdistán América Latina