Existe una asignatura de geografía que no se imparte en ningún espacio académico; su naturaleza resulta mucho más trágica, se trata de unos conocimientos que vienen impartidos por los múltiples conflictos bélicos que se extienden a lo largo de todo el planeta. Pero esas lecciones cuentan con unos particulares y nada fiables maestros, que no son otros que los medios de comunicación de masas, altavoces encargados de dar visibilidad a esos acontecimientos que, sin embargo, en demasiadas ocasiones se transforman en justo lo contrario, en auténticos muros que impiden que llegue la luz a territorios que de esa forma soportan un doble sufrimiento: el que se dirime en su propio territorio y el del anonimato internacional. Ambos, cada uno a su manera, culpables de su desolada condición.
Bajo la misión moralmente asumida de ofrecer un vehículo de expresión a tantos gritos de socorro enmudecidos por el cruel sistema de intereses que maneja el escenario político global, Karlos Zurutuza recorre el mundo para convertir al periodismo en esa elogiosa labor que debería definir siempre su idiosincrasia. Como parte de esa tarea, su libro, “Una trinchera en Marte”, es al mismo tiempo una llamada de atención -profusamente documentada por su propia experiencia in situ– sobre uno de esos lugares asolados por la represión; una reivindicación de su oficio y también, y lo más original, una trepidante novela, a veces ácidamente irónica y la mayoría de ellas estremecedoramente realista, que cede la voz a todos aquellos protagonistas que son los legítimos cronistas de una historia que necesita ser contada y divulgada.
Los orígenes de un indómito paisaje
Para conocer e intentar codificar cualquier tipo de realidad social resulta indispensable revelar sus antecedentes. Y los del pueblo baluche se remontan, más allá de creencias casi mitológicas que se sitúan en Mesopotamia, hace 3500 años, al itinerario recorrido por aquellos individuos que, denominados bajo el nombre de una lengua indoeuropea, perteneciente a la rama irania, prima del farsi y hermana del kurdo, sus primeros pasos se enclavan en el sur de la región del Caspio, que abandonaron para migrar en el siglo VIII hasta uno de los rincones más hostiles que ofrecía la orografía y que geógrafos estadounidenses no dudaron en calificarlo como lo más parecido a Marte. Un abrupto paisaje sembrado sin embargo de codiciosos frutos como el uranio, oro, petróleo y gas. Un alojamiento que aquellos primigenios nómadas seguro nunca imaginaron que, tanto tiempo después, y pese a ocupar una extensión que se propaga entre Pakistán, Irán y Afganistán, uno de los puntos del planeta más atendidos mediáticamente en las últimas décadas, su nombre iba a seguir sumido en la más absoluta indiferencia.
Buena parte de esa defenestración se comenzó a fraguar cuando aquella población organizada en una suerte de confederación de clanes, regido por el vínculo consanguíneo y donde los sardar -término con el que se designa a los líderes de las tribus- ejercían su autoridad colectivamente aceptada, fue resquebrajada por la irrupción del Imperio Británico, quien en su afán por someter a un fuerte control a una de sus colonias favoritas, India, impuso su carácter expansionista en ciudades como Quetta, envidiable por su situación en la frontera con Afganistán y en la entrada del paso de Bolán, o Kalat, clave para la defensa de sus intereses.
Extranjeros en su propia tierra
Injerencias, todavía más extremas y dilatadas hasta la actualidad, que adoptan su máximo grado con el nacimiento, delineado -prácticamente en el sentido literal- por el capricho de un estudiante panyabí (definición relacionada con la región del sur asiático) instalado en Londres que aspiraba a obtener un terreno donde construir un Estado propio, al que llamaría Pakistán, que se arrogara la condición de estar libre de impíos bajo la formulación de una república islámica. Fue en el mismo momento de su nacimiento cuando terminó el breve periplo de siete meses, iniciado el 14 de agosto de 1947 y propiciado por la salida de Gran Bretaña de la zona, en los que Baluchistán gozó de soberanía propia.
El “acomodo” de esa nueva figura política, que en su propia génesis albergaba un carácter ofensivo frente a las fronteras que le rodeaban, trajo consigo una ola de violencia y riadas de exiliados. Y poca importancia, o por lo menos no trascendental, tiene el mandatario que ocupe el bastón de mando cuando su idiosincrasia natural pasa por blindar -con todas las consecuencias que eso conlleva- una confesión determinada. Todo credo, por lo tanto, ya sea desde el cristianismo a los sijs, son objetivos duramente reprimidos. Entre todos esos colectivos, por supuesto, se encuentra el pueblo baluche, que con sus ansias legítimas en busca de un reconocimiento nacional es considerado como enemigo acérrimo.
Cuando términos como sedición o terrorismo, y sus acciones punitivas, son moneda común en el lenguaje entonado por las leyes de un Estado, suele ser un síntoma de dudosa integridad democrática. Si a eso le sumamos una arquitectura institucional donde el Ministerio de Interior, el Ejército y los servicios de inteligencia adquieren el papel de garantes de su unidad, entonces el escenario se vuelve peligrosamente propicio para el terror. Elucubraciones políticas o jurídicas al margen, la realidad es que el pueblo baluche acumula una cantidad ingente de desapariciones, torturas y ejecuciones, hasta veinte mil según algunas organizaciones locales, que han tenido como respuesta continuas reclamaciones y movilizaciones mayoritariamente auspiciadas por familiares en busca de sus allegados.
Algunas de esas concentraciones tuvieron tintes históricos, como la denominada “Gran marcha de los desaparecidos”, no solo por la epopeya que supuso recorrer a pie 2800 kilómetros durante 106 días, sino porque por primera vez su repercusión atravesaba su entorno, contando con la solidaridad de la mediática Greta Thunberg o la negativa del escritor Mohammed Hanif a recibir un premio por, en sus propias palabras, “no poder aceptar esta distinción de un Estado que secuestra y tortura a sus ciudadanos baluches”.
¿Hay alguien al otro lado?
Que muchas de esas movilizaciones tuvieran como punto de partida el club de prensa no era casualidad. El llamamiento a un intento por captar la atención de los medios de comunicación significaba un paso imprescindible para dar a conocer el trágico modo de vida de esta comunidad. Pero ese silencio de los tabloides, más allá del siempre indemostrable juego táctico entre el “cuarto poder” y todos los demás, tiene también una explicación humana mucho más tangible, y es el miedo. Porque si hasta cuarenta periodistas locales han sido ejecutados en territorio pakistaní, según ha reportado su sindicato, no menos intimidatorias resultan la paliza recibida por la escocesa Carlotta Gall por miembros de seguridad o la expulsión del país por realizar “tareas ilícitas” de Declan Walsh, prestigiosa firma de The Guardian o The New York Times. Un panorama que no deja lugar a la duda para ser calificado por Reporteros Sin Fronteras como una de las zonas más peligrosas para el desempeño de dicha profesión.
Múltiples luchas, un propósito común
En ese contexto de absoluta tensión y guerra declarada, con una evidente desigualdad de fuerzas, cada uno de los clanes más identificativos y representativos baluches se convierten en paralelo en los focos desde los que emergen diversas formas de oposición, ya sea política o armada. Si entre todos ellos destaca la figura casi icónica de Khair Bux Marri, quien continúa el árbol genealógico insurgente que ya formó su abuelo como opositor a los británicos y su padre, encarnado en líder desde la clandestinidad, cada saga adscrita a algunos de las etnias claves, como la mengal o bugtis, cuentan con su propia representación en ese paisaje revolucionario. Una lógica precariedad organizativa en dichas tareas que se refleja en una auténtica amalgama de siglas que, sin embargo, más allá de su particular nomenclatura, guardan en común una reivindicación independentista.
Puede parecer difícil de creer que el ahora reputado periodista y reportero, Ahmed Rashid, auténtico conocedor de la realidad de Oriente, pasara diez años de su juventud como parte de la guerrilla. Es mientras estudia en Londres cuando conoce, aunque sea paradójico, la realidad de lo que sucede en Pakistán. Noticias que despiertan su determinación por involucrarse en la defensa de los derechos de las minorías, primero volcando su opinión en un periódico que inicialmente pasó de mano en mano entre la población asiática de la capital inglesa y que acabaría llegando hasta aquellos que luchan entre las montañas. Son esos “maquis” quienes le conminan a que la única forma real de prestarles ayuda es uniéndose a la causa desde el terreno, cosa que terminaría por hacer, participando en una lucha que, si quizás no asume tanto en su aspecto nacional, sí lo hace en su reivindicación social y sobre todo aportando su capacidad para dejar testimonio escrito de lo que allí sucedía. Un arriesgado ejercicio de solidaridad que extendería en Afganistán, donde serían bienvenidos durante el dominio soviético, construyendo unos campamentos de ayuda que terminarían abruptamente con el fin de la Guerra Fría y el triunfo de los talibanes.
Pieza de un macabro gran juego
Y es que la historia de Baluchistán, propiciada en parte por su propia naturaleza reacia a enarbolar cualquier integrismo religioso y, por lo tanto, impidiendo aglutinar aliados inamovibles en torno a sus creencias, siempre ha quedado a merced del acento concreto que marcan los diferentes conflictos internacionales y las estrategias de las grandes potencias. En ese sangriento e interesado puzzle, su pertenencia a Afganistán, y consecuencia de su constante inestabilidad política, primero bajo dominio ruso y luego de los talibanes, significa ser arrastrado como actor secundario involuntario en ese gran choque entre poderosos bloques.
Esa manifestación del terrorífico pragmatismo con el que se dirime la “realpolitik” llegó a reflejar episodios tan extremos como que en esa dicotomía dictada entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y en la que el bloque occidental se posicionaba siempre del lado de Pakistán, tuviera que mirar hacia otro lado cuando, en su intento, al menos diplomático, de promover una desescalada atómica, el país, entonces regido por Nawaz Sharif, desplegó sus ensayos armamentísticos, haciendo detonar hasta cinco cabezas nucleares en territorio baluche, lo que más allá del desastre natural que supuso, sus explosiones se propagaron en forma de graves enfermedades que no han parado de expresarse.
Tampoco el conflicto existente en suelo iraní, heredero del viejo Imperio Persa, está exento de connotaciones derivadas de las estrategias imperialistas y sus afluentes. Desde las más recientes “primaveras árabes”, pasando por el mandato de la Dinastía Pahlaví o de Jomeini, todos se comportan como momentos históricos que tienen su repercusión lógica en el pueblo baluche. Si la omnipresencia de rusos y británicos primero manejaban los designios con la mirada puesta en el crudo iraní o en su posición estratégica creando una alteración en los gobiernos, no lo fue menos la guerra declarada contra Irak. Inconsistencias que los baluches aprovechaban para intentar avanzar en sus reclamaciones pero que casi siempre tenían la respuesta desproporcionada de la República Islámica, ya fuera con el uso de la violencia o bajo el intento de borrar su identidad a través de la supresión de su idioma y poblando de colonos el territorio.
En esa absoluta indefinición, incluso las respuestas armadas se llenaban de bruma, ya que la guerrilla yihadista denominada Jundullah y que acumuló acciones contundentes, siempre estuvo inmersa en la duda del papel que jugaron en su creación y desarrollo los servicios de inteligencia occidentales. No sería la primera vez, ni la última, que el elemento perturbador de la religión, en este caso el islamismo, con todas las connotaciones que eso conlleva en la actualidad, fuera presentada como una treta para deslegitimar a una insurgencia que se había caracterizado por tener el componente religioso muy alejado de sus aspiraciones.
Riqueza de recursos y pobreza cotidiana
Forma parte de un paisaje tristemente conocido el de todos esos lugares que si en datos objetivos parecen estar sumidos en una absoluta pobreza y miseria, su verdadera naturaleza es muy distinta. Como en tantos otros sitios, la zona de Baluchistán, y sus brazos extendidos por el mapa, cuenta con una cantidad ingente de recursos que, evidentemente, no se transforman en prosperidad para sus habitantes. Uno de ellos, el mismo que ya fue objeto de deseo por Vasco de Gama en el siglo XV, es el puerto de Gwadar, convertido en un corredor económico que desemboca en China, una infraestructura ofrecida como una jugosa inversión que solo ha logrado desposeer de su propia tierra (y mar) a sus legítimos poseedores y desnaturalizar su paisaje y población.
Que la región afgana de Nimruz sea uno de los lugares más despoblados y pobres del mundo no es sinónimo de tratarse de una localidad naturalmente yerma; al contrario, forma parte de uno de los grandes cinturones de metales y minerales. Bienes, a los que hay que añadir unos prolíficos bancos de pesca además de contar con el único puerto oceánico, que en la labor de estrangulamiento al que es sometido la población baluche, en este ejemplo no son expoliados por Irán, sino directamente ha declinado cualquier opción de explotarlos de manera alguna. Cosa que sin embargo no ha hecho por ejemplo con el paso del río Helmand por sus fronteras, convirtiendo la única reserva marítima de la zona en un depósito gigante propio; el mismo entorno natural que hace las veces de abastecedor principal para los “campos de amapolas” que convierte a Afganistán en uno de los mayores exportadores de opio del mundo.
Ser escuchados para poder ser salvados
Pero no solo los recursos tangibles son necesarios para la supervivencia de un pueblo, hay otros simbólicos igualmente trascendentes para esa perpetuación. El principal de ellos es el de la lengua, un aspecto difícil de consolidar para una comunidad con altas cotas de analfabetismo y donde la universidad es una quimera poco rentable. Un tesoro común, a falta de ser sometido a un proceso de homogeneización, que pese a enfrentarse a todo tipo de contextos adversos, que hacían de la erradicación de su identidad una de las armas preferidas, ha evitado expirar gracias a una intermediación que une a los ancestrales poetas y clérigos en torno a la creencia del zikrism con anónimos héroes que cargan con exámenes que permiten iniciar una carrera académica o intentos de crear periódicos o breves programas de televisión. Una lista de aparentemente pequeños pasos pero altamente significativos en lo que supone una lucha por mantener la identidad colectiva.
Por desgracia, no hay nada en el contenido -tejido a través de testimonios personales- que aborda Karlos Zurutuza en su libro que no hayamos oído antes aplicado a cualquiera de esos pequeños enclaves que hacen de su historia una continua subsistencia contra los grandes imperios y su condición uniformadora. Pero si algo sobresale en el caso de los baluches es el radical anonimato que arrastra su causa, invisibilidad otorgada tantos por los poderes políticos y estratégicos como por parte de los medios de la comunicación, si es que son dos cosas diferentes. Situado en uno de los muchos polvorines que hacen del planeta en lugar en continua combustión, sin embargo sus gritos de dolor y resistencia parecen acallados por otros conflictos, por lo que, más que necesarias, resultan indispensables obras y trabajos como el del autor de “Una trinchera en Marte”. Primero porque nos educa a la hora de ampliar el por desgracia extenso diccionario de injusticias que persisten en el mundo, y por extensión, porque nos incita a poner en duda ese -en demasiadas ocasiones- oxímoron que se llama verdad oficial y que traduce el sufrimiento ajeno sólo como parte de sus intereses particulares.
FUENTE: Kepa Arbizu / Fotografías: Karlos Zurutuza / Naiz / Edición Kurdistán América Latina