El viernes 15 de julio de 2016 por la noche una fracción de las Fuerzas Armadas de Turquía salió de sus cuarteles para tomar el poder. Buscaban el derrocamiento del presidente de turco, Recep Rayip Erdogan, que viene gobernando la nación junto a su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) desde hace más de dos décadas.
Tanques, aviones, helicópteros junto a soldados se pasearon por las calles de las principales ciudades. Esa misma noche miles de personas salieron a repudiar el golpe sin dudarlo. No estaba claro quién los comandaba, pero la población se enfrentó con su cuerpo indefenso contra las máquinas de guerra. De aquella noche quedaron varias postales: los tanques con manifestantes sobre la coraza o un helicóptero disparando a civiles en un puente.
En pocas horas, los uniformados se entregaron y subordinaron nuevamente al comandante en Jefe. No habían encontrado ningún tipo de apoyo entre la población ni entre sectores del empresariado turco. Menos aún entre las potencias occidentales como Estados Unidos o la Unión Europea (UE), que salieron a respaldar a Erdogan de manera incómoda.
Para la mañana del sábado, al menos 3000 altos mandos y 2700 jueces fueron encarcelados, mientras que el alzamiento dejó unos 200 muertos y 1500 heridos. Con el correr de las horas, se avizoraban los siguientes pasos del presidente: una purga política y militar sin precedentes.
Desde su llegada al poder en 2003, el líder del AKP, de orientación islámica moderada, buscó siempre subordinar a las Fuerzas Armadas, famosas por ejecutar diversos golpes de Estado en el país desde 1960. Las tensiones estaban latentes, ya que buscaron mantener su autonomía del Ejecutivo, sin embargo Erdogan aprovechó la jugada para señalar con el dedo como principal “golpista” a Fethullah Gülen, un clérigo musulmán que pasó de gran aliado a peor enemigo del presidente.
Exiliado en Pensilvania, Estados Unidos, el líder religioso dirige el movimiento Hizmet, lo que le agregó una cuota de teorías de la conspiración a la situación. Hacía tiempo que Ankara exigía a Estados Unidos la extradición de Gülen al tiempo que se agrietaban las relaciones entre los países, centralmente por la cuestión kurda al sur del país y al norte de Siria. Pero esto recién comenzaba.
Un regalo de Dios
El intento fallido le dio una sobrevida al gobierno de Erdogan, que venía con el desgaste de comandar el país durante más casi dos décadas, primero como primer ministro y luego como presidente. Las protestas de la Plaza Taksim, en 2013, fueron un golpe duro contra su gobierno, donde pasaban factura por la crisis económica y denunciaban la corrupción en el Estado. En aquel momento, la paranoia de Erdogan ya apuntaba contra el movimiento Hizmet de haberlas instigado y temía que se tratara de una “Primavera Árabe” que se lo llevara puesto.
A los pocos días del intento fallido de golpe realizó un acto de alrededor de un millón de personas. Prácticamente todo el arco político salió a darle su apoyo, principalmente los kemalistas del Partido Republicano del Pueblo (CHP), que son básicamente el principal adversario político.
A partir de allí, comenzaron las purgas en diversas instituciones estatales, entre ellas la universidad, a perseguir periodistas y activistas políticos, muchos de ellos del movimiento Hizmet de Güllen, pero también encarceló a militantes de los partidos kurdos que representan a 20 millones de personas de esa comunidad en todo el país.
Incluso, en menos de una semana del golpe fallido, dio comienzo a nuevos bombardeos contra posiciones del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), que es considerado por el gobierno y muchas potencias como una “organización terrorista”. Además, aprovechó el “estado de emergencia” para suspender varios derechos democráticos, entre ellos el de huelga y la libertad de prensa.
Para Erdogan, el intento golpista fue un “regalo de Dios”, ya que le permitió consolidar su posición en el gobierno dejándole la oportunidad de perpetuarse. Desde entonces, dio una giro para fortificar la figura presidencial mientras liquidaba lentamente el régimen parlamentario. Mientras, en el plano externo le dio mayor márgen de maniobra con respecto a sus históricos aliados de la OTAN, consiguiendo cierta “autonomía estratégica” de los Estados Unidos. Es decir, avanzar con su proyecto de una Turquía que sea un jugador global con articulación propia en el tablero mundial.
Restricción de los derechos
Mencionar la avanzada completa que hizo Erdogan sobre los derechos democráticos en Turquía llenaría un libro, pero intentaremos dejar un panorama del declive catastrófico en el que entraron los turcos. Los informes de organizaciones como Human Rights Watch o International Amnensty hablan de cientos de miles de encarcelados cada año, tanto por estar presuntamente vinculados al movimiento Hizmet como a partidos kurdos bajo la carátula de terrorismo o sedición. De hecho, Erdogan hoy considera al movimiento liderado por Gülen como una organización terrorista. Por esa razón, muchos han enfrentado encarcelamientos prolongados y arbitrarios, fueron despedidos masivamente de sus puestos en la administración pública y en el Poder Judicial.
Al menos 700.000 personas fueron investigadas por presuntas vinculaciones al movimiento gulenista. En tanto que las acusaciones de terrorismo se utilizan de forma generalizada para restringir los derechos a la libertad de expresión y asociación. En julio de 2020, las cifras del Ministerio de Justicia e Interior indicaban que 58.409 personas estaban siendo juzgadas y 132.954 seguían bajo investigación penal por terrorismo en casos vinculados al movimiento Gülen. De ellas, 25.912 estaban en prisión preventiva, según Human Rights Watch.
Desde ya, la libertad de prensa está más restringida que nunca. A fines del 2022 fue aprobada en el Parlamento turco la “Ley de Lucha contra la Desinformación”, con el fin de encarcelar periodistas bajo la carátula de “difundir falsas noticias”. Según el informe “Mapping Media Freedom (MapMF)”, se registraron 136 violaciones de la libertad de prensa en Turquía entre enero y junio de 2023, afectando a 172 personas y organizaciones de medios de comunicación, muchos de ellos por dar “información falsa” sobre el terremoto en el sur del país y también de la comunidad kurda. Además, el informe subraya que Turquía se mantiene entre uno de los países que más periodistas encarcela en el mundo, con 21 periodistas presos al momento de su publicación.
En junio, en respuesta a una pregunta parlamentaria presentada seis meses antes por un diputado del HDP (Partido Democrático de los Pueblos), el vicepresidente Fuat Oktay declaró que el gobierno había cerrado un total de 119 medios de comunicación en virtud de los decretos de estado de emergencia tras el fallido intento de golpe de Estado de 2016, incluidos un total de 53 periódicos, 20 revistas, 16 canales de televisión, 24 estaciones de radio y seis agencias de noticias. Informes independientes estimaron que el gobierno ha cerrado más de 200 empresas de medios de comunicación desde 2016.
Naturalmente, Erdogan hizo objeto de sus ataques a los 20 millones de kurdos. Para empezar, el 4 de noviembre de 2016, luego de que se los despojara de su inmunidad parlamentaria, los líderes Selahattin Demirtaş y Figen Yüksekdağ, junto a ocho diputados del HDP, fueron detenidos arbitrariamente y puestos en prisión preventiva, mientras que otros cuatro fueron encarcelados en los cinco meses siguientes, según Human Rights Watch. En ese momento, el HDP tenía el 10,7% de los escaños en el Parlamento turco luego de obtener más de cinco millones de votantes. Por otro lado, en el Parlamento está prohibido utilizar o hacer referencia a “Kurdistán”, de la misma manera que en los medios de comunicación utilizar la lengua kurda.
El gobierno también ha limitado la libertad política de los gobiernos municipales. Por decir un caso, recientemente detuvieron y condenaron al alcalde pro kurdo de la provincia de Hakkari, en el sureste de Turquía, Mehmet Siddik Akis, por sus presuntos vínculos con el PKK, según Reuters.
Sin embargo, la represión a los kurdos excede a estas medidas. Las regiones de mayoría kurda en el sur y este del país han sido objeto de bombardeos sistemáticos y ocupaciones militares sistemáticas, incluyendo regiones del norte de Siria, como Kobane o Afrin, donde la población civil fue víctima de bombardeos sistemáticos. Esto, paradójicamente, fue la base del apoyo electoral que recibió Erdogan, es decir, gran parte de la sociedad turca aprueba el nacionalismo religioso que sostiene el presidente.
En la misma línea, vemos que la situación de los más de 4 millones de refugiados se deteriora. El gobierno turco (con el aval tácito de Europa) considera a la mayoría de las personas procedentes de Afganistán, Irak, Siria y otros países como migrantes irregulares y limita estrictamente las vías para que soliciten protección internacional. Han deportado a grandes grupos de refugiados, hubo devoluciones masivas en las fronteras o reubicaciones forzadas según varias denuncias donde los derechos humanos no están garantizados.
Sin embargo, esto no es solo una política de Erdogan, ya que durante la campaña electoral del 2023, los políticos de la oposición también se apoyaron en el sentimiento xenófobo como herramienta, particularmente contra los sirios y los afganos, prometiendo el retorno de los sirios a Siria tras la devastadora guerra. Ya hace años que Erdogan plantea la promesa de reasentar a un millón de sirios en las zonas ocupadas por Turquía en el norte de Siria, que tendría como objetivo secundario cambiar la composición étnica de las regiones kurdas.
Desde las elecciones, los centros de deportación se han llenado rápidamente de sirios, afganos y otros grupos en riesgo para ser obligados a firmar el “retorno voluntario”. Algo que es considerado como una violación de derecho humanos.
Erdogan es profundamente conservador frente a los derechos de las mujeres y la comunidad LGTTB. Esto lo llevó a retirar a Turquía de la Convención de Estambul -que protege a las mujeres de la violencia machista- en 2020, diciendo que el pacto “normalizaba la homosexualidad” y esto era “incompatible con los valores sociales y familiares”. Para el presidente, las personas LGBTQ son “un veneno inyectado en la institución de la familia”, por eso pide a los jóvenes “rechazar la homosexualidad” y acusa a la comunidad de “infiltrarse en los valores nacionales y espirituales”.
En una entrevista, Oğulcan Yediveren, referente de la comunidad, cuenta que desde 2015 la Marcha del Orgullo está prohibida y es sistemáticamente reprimida en Turquía. Principalmente, luego del movimiento Gezi de 2013, Erdogan los califica como “terroristas culturales”. Esta misma línea es aplicada con el movimiento de mujeres, que es reprimido cada 8 de marzo durante el Día Internacional de la Mujer. La policía se dedica a esperar a las mujeres en la plaza Taksim y en la avenida Istiklal, de Estambul, para golpear, gasear y encarcelar a quienes osen salir a las calles a luchar por los derechos de las mujeres en Turquía.
Particularmente, después del golpe fallido del 2016, dijo Nuray Simsek: “Las mujeres fueron las primeras víctimas de esta situación”. Para esta activista, “las mujeres trabajadoras solteras perdieron su independencia económica y tuvieron que volver a vivir con sus familias”.
También explica que la “convención [de Estambul] protege los derechos de las mujeres y de las personas LGBTQ, ha sido descrita por el régimen [de Erdogan] como un producto de la cultura europea, no de la turca. La homosexualidad sigue sin ser aceptada en Turquía”.
La política hacia la derecha
A pesar de la profundización del autoritarismo, la crisis económica y el mal manejo de la catástrofe que resultó del terremoto de 2023, Erdogan aún mantuvo una alta popularidad que lo llevó a ganar las últimas elecciones. Aunque obtuvo una victoria pírrica en 2023 por estrecha mayoría, las divisiones políticas siguen siendo profundas, al igual que la crisis económica y la inflación. Sin embargo, la mayoría del empresariado turco apoya su perfil bonapartista al frente del Estado, porque aún ven oportunidades de expandir su propio poder en una región con países vecinos muy inestables, así como en sus alianzas con países como Azerbaiyán, Libia y la apertura de relaciones diplomáticas con casi todos los países africanos.
Aunque el opositor Kemal Kiliçdaroglu había aglutinado tras él a buena parte de la oposición en una suerte de Frente Popular (que iba desde formaciones kurdas y la oposición de izquierda como el HDP y TİP, hasta corrientes fuertemente nacionalistas kemalistas y fracciones del AKP), el candidato sostenía entre sus promesas de campaña como la deportación masiva de los millones de refugiados.
En esta línea, María Constanza Costa afirmaba en un artículo que el dato de aquellas elecciones fue el crecimiento de las organizaciones de ultraderecha turca (incluidas las kurdas que aportan a la represión en las regiones del sur), muchas de las cuales están en alianza con el AKP. Es decir, el triunfo de Erdogan marcó que el ultranacionalismo llegó para quedarse y salpicó a todo el arco político. Aunque la oposición haya realizado un buen desempeño en las elecciones municipales de marzo del 2024, la tendencia hacia la derecha se sostiene.
Esto deja un panorama aún más oscuro para el futuro de los derechos humanos en el país. Pero a pesar de su victoria, Erdogan no puede esperar gobernar sin resistencia por cinco años en medio de una profunda crisis económica y una fuerte polarización social y política. Aunque la efímera recuperación económica le permitió mantener el poder, ha vuelto a políticas ortodoxas que están llevando nuevamente al país por el camino de la alta inflación. La opinión pública generalizada plantea que la inflación, los terremotos y los escándalos políticos serían suficientes para sacar a Erdogan del poder, mientras que muchos lo consideran un dictador. La hegemonía del sultán ha presentando fragilidades que, aunque sobrevivió a fuertes terremotos, podrían cavar su propia fosa.
FUENTE: Santiago Montag / Fecha de publicación original: 15 de julio de 2024 / La Izquierda Diario