Santiago Alba Rico es un filósofo español, escritor y ensayista. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. En la década de los 80, trabajó como guionista para el popular programa de televisión universal La bola de cristal. Ha publicado alrededor de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres historias para niños y una obra de teatro.
Hemos hablado con él sobre la emergencia del coronavirus y sus efectos en la población, los gobiernos, la economía, y sobre qué esperar en el futuro.
Al analizar la situación actual, me viene a la mente una de las historias más famosas de Hans Christian Andersen: “El traje nuevo del emperador”… Quién está desnudo, ¿los estados? ¿el capitalismo? ¿nosotros?
Creo que esto nos sirve para que nos demos cuenta de que somos nosotros los que estamos desnudos. Me refiero a todos los humanos, pero sobre todo a los europeos, quienes pensábamos que estábamos protegidos incluso bajo gobiernos que criticábamos o que no parecían lo suficientemente democráticos. Por un lado, si se quiere, hemos descubierto la “condición humana”, la condición común que nos une a todos esos muertos lejanos que sólo veíamos en la televisión. Esa es la condición de fragilidad radical de la que nos considerábamos liberados o que, ilusoriamente, considerábamos "superada" gracias a nuestros mercados, nuestra tecnología y nuestra ciencia. Hemos redescubierto el cuerpo: su lentitud, su gravedad, su anclaje en la muerte.
Por otro lado, hemos descubierto hasta qué punto, en los últimos años, cuando pensábamos que estábamos bien vestidos, el neoliberalismo nos había dejado desnudos: con peor salud, con menos derechos, con mayor vulnerabilidad social. En la emergencia del coronavirus, la condición humana y la condición social convergen en un camino trágico que revela al mismo tiempo una inclemencia climática universal y una política humanicida interesada y concreta.
¿Cómo evalúa la respuesta de los gobiernos ante esta emergencia sanitaria? ¿Qué nos dicen sobre el estado actual de la política?
Desigual, tardía y descoordinada. Cada gobierno ha reaccionado según su naturaleza ideológica. Más allá de la locura negacionista que se ha visto en México o en Nicaragua, o la totalitaria como la de las Filipinas de Duterte, hemos visto dos modelos conflictivos de Estado: uno es el de los gobiernos que han tratado de reconciliar la economía con la protección de la salud de los ciudadanos, y la otra es la de gobiernos que, como el de Trump, Johnson o Bolsonaro, dejaron claro desde el principio (aunque luego lo han revertido partcialmente) que la economía está por encima de la salud de los ciudadanos.
Lo más preocupante, como europeo, es ver que los países de la UE, que se encuentran en la primera categoría, han sido incapaces de coordinar sus medidas. Después del Brexit, la crisis del coronavirus ha producido una especie de Brexit generalizado; de hecho, la UE, que ha revelado todas sus tensiones y egoísmos nacionales, está dejando de existir, lo que refuerza aún más esas posiciones falsamente "soberanistas", tanto de derecha como de izquierda, que aprovechan la tragedia para proponer recesiones nacionales muy centralistas o jacobinas, que, en mi opinión, son enormemente peligrosas.
Sin embargo, la UE debe ser consciente de que, si no se revisa a sí misma, sus relaciones internas y su desigual modelo económico, será responsable de su propia muerte y del fortalecimiento de los nacionalismos autoritarios ya ebrionariamente presentes desde antes de la crisis.
¿Cómo valora las reacciones de la gente, de las comunidades ante este “enemigo” invisible? Hay diferentes reacciones en esa parte del mundo que se creía “segura” y que hoy se encuentra de pronto en una posición de total vulnerabilidad, y en la parte que se resiste a enemigos reales y concretos cada día.
La gente llega a crisis comunes ya configuradas o formateadas en términos de clase, educación, historia, biografía. Todos estos factores son suspendidos momentáneamente en cualquier estado de excepción colectivo –catástrofes, revoluciones, etc.–, pero vuelven cuando la excitación y la comunidad afectiva ceden el paso a regularidades y rutinas, sobre todo si esas rutinas son también excepcionales. Por supuesto, hay partes del mundo donde esa excepción es tan normal –hambruna o guerra–, que las comunidades no recuerdan nada anterior y organizan sus vidas alrededor de la mera supervivencia. Este no es el caso de Europa. Venimos de una normalidad más bien ficticia, presidida por la velocidad tecnológica, el consumo acelerado y el “hedonismo de masas”, que disuelven muchos lazos sociales, y un largo confinamiento puede generar mucha frustración y una rabia nihilista tras esta primera fase en la que, creo, la excitación de la excepción ha ido acompañada de un sentimiento de alivio: la normalidad –que también es inseparable de la inseguridad laboral y la soledad urbana– era una carga y, de hecho, nos estresaba.
¿Podemos esperar que esta condición que afecta a todo el mundo (aunque con muchas diferencias) ayude a desarrollar una solidaridad diferente entre la gente?
Deberíamos aprovechar este momento inicial de alivio para construir un modelo y una alternativa. No es fácil, porque el confinamiento en sí mismo no deja otra sociabilidad que la de los balcones, mientras promueve una comunicación muy intensa, e inevitable, a través de las mismas redes sociales de las que, de alguna manera, sin saberlo, nos habíamos cansado.
Pero en este alivio inicial –el de nuestra normalidad ficticia interrumpida por la tragedia– debemos buscar otro modelo, basado en un optimismo relativo al que nos invita este surgimiento disperso de solidaridad espontánea. Si el capitalismo, como decía Kafka, es “un estado del mundo y un estado del alma”, el coronavirus nos muestra que ni el mundo ni el alma estaban ya “acabados”, en el sentido arquitectónico y constructivo. Y esto da cierta esperanza.
¿Qué futuro podemos imaginar después de la “tormenta”, especialmente en cuanto a las alternativas que la izquierda podrá (o no) proponer, en tanto que no parece posible (o deseable) regresar a la “normalidad” del pasado?
El virus y las medidas que lo acompañan son, de hecho, una inmanencia y, desde dentro de una inmanencia, es muy difícil imaginar el exterior. Diré lo que todo el mundo lo sabe. Pueden ocurrir tres cosas. Una, que recuperemos la normalidad ficticia previa con un ejercicio poco improbable de amnesia colectiva, con patrones económicos invariables, aunque en una situación social maltrecha. Dos, que el capitalismo quiebre y adopte formas nacionales muy autoritarias. Tres, que haya nuevos acuerdos internacionales para crear nuevas instituciones o para usar las ya existentes en favor de políticas verdaderamente socialdemócratas que combatan las desigualdades, aseguren los ingresos de los ciudadano y garanticen su acceso a la salud, a la vivienda, a la educación, etc., preservando y profundizando los derechos civiles, que se están erosionando cada vez más. Que prevalezca esta última opción –la más radical que puede imaginarse en estos momentos y la menos probable– dependerá de las propuestas y de las presiones que se hagan desde los colectivos ciudadanos y los propios ciudadanos.
¿Hasta qué punto esta emergencia está provocando situaciones de autoritarismo (como en el caso de Hungría), y limitaciones “temporales” en términos de libertades y derechos que corren el riesgo de convertirse en permanentes una vez que termine el estado de excepción?
Nos gusta hablar de la “oportunidad” que esta crisis representa para el anticapitalismo y la conciencia medioambiental, pero no debemos olvidar que esta crisis representa también una oportunidad para los más poderosos, quienes tienen más posibilidades de tomar ventaja de la crisis. Los estados de excepción decretados en casi todo el mundo, y el uso masivo de la tecnología para el virus y el control de la población, se están naturalizando sin mucha resistencia, porque confinados nosotros también dependemos de la tecnología para mantener el contacto con el mundo exterior. Se están naturalizando, además, en un mundo en que la democracia ha ido retrocediendo muy rápido. Jefes de estado como Orban, Duterte o Berdimuhamedow pueden parecer más o menos exóticos o periféricos, pero en realidad anticipan un proceso global que ya estaba en marcha. En este sentido, el prestigio de China, que emerge como victoriosa en esta crisis, debería preocuparnos.
El virus, junto a la fragilidad común y la solidaridad recíproca, ha generado un miedo radical que exige algo imposible: la seguridad total. La utopía de la seguridad absoluta, en sí misma muy peligrosa, puede trasladarse a distopías tecnopolíticas –también identitarias y nacionalistas–, que debemos combatir a nivel institucional, colectivo y personal, mientas dure el confinamiento.
Es más importante que nunca defender el carácter democrático de nuestros gobiernos en Europa.