Con el 100% de los votos escrutados, Petro y Márquez sumaron un total de 11.281.013 votos a su favor, o sea el 50,44%, mientras que la candidatura apoyada por la derecha y los sectores tradicionales del país, integrada por Rodolfo Hérnandez y Marelen Castillo, obtuvo 10.580.412 votos, o 47,31%.
La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez representa un hecho histórico para Colombia, ya que es la primera vez, en 204 años de independencia, que una coalición progresista gana las elecciones presidenciales. A ello hay que sumar que la nueva vicepresidenta será la primera mujer afrodescendiente en ocupar tan alto cargo.
El triunfo de Petro-Francia ha sido respaldado por un programa de gobierno, denominado Pacto Histórico, forjado a lo largo del tiempo por diversos grupos de izquierda y numerosas organizaciones civiles y populares. Las biografías de los recién elegidos hablan por sí solas del carácter y la importancia de estas elecciones. Gustavo Petro, de 62 años, fue miembro clandestino de la guerrilla M-19 durante 12 años, hasta que este grupo se desmovilizó en 1990 tras un acuerdo de paz con el gobierno. Luego fue diputado y luego senador. El alcalde electo de Bogotá, la capital del país, fue destituido de su cargo mediante maniobras judiciales y logró su restitución luego de una ardua batalla legal.
Por su parte, Francia Márquez es una carismática líder comunitaria que inició su activismo como defensora del medio ambiente y los derechos de su comunidad, feminista comprometida y luchadora incansable contra toda discriminación. Fue amenazada de muerte por grupos paramilitares y desde muy joven se convirtió en una de los 6 millones de desplazados internos, como resultado de la intensa violencia que impera en el país.
En el primer discurso tras su elección, Gustavo Petro, si bien se mostró abierto al diálogo permanente con quienes llamó sus opositores y calificó de "interesante" la campaña de su contrincante, afirmó que este "es un cambio real, en el que comprometemos la existencia, la vida misma, no vamos a traicionar a ese electorado que le ha gritado a la historia, que desde hoy “Colombia cambia”, reiteró en varias oportunidades su compromiso con la paz como base de una nueva Colombia y se refirió a la necesidad de justicia social.
Durante la campaña electoral, Petro subrayó su compromiso con el cumplimiento del Acuerdo de Paz, firmado por el gobierno y la guerrilla de las FARC. Un acuerdo que el actual presidente, Iván Duque, apenas ha implementado en sus aspectos socioeconómico y de seguridad. Petro también adelantó su voluntad de restablecer las conversaciones con la guerrilla del ELN. Otro eje de su campaña fue la propuesta de hacer de Colombia un ejemplo en materia de cambio de matriz energética, apostando por la defensa del medio ambiente y las energías renovables, tema importante dado que Colombia es un productor neto de hidrocarburos y carbón, mientras que en al mismo tiempo cuenta con una importante y rica diversidad geográfica abundante en materias primas, que actualmente se extraen mediante la denominada minería a cielo abierto, con un alto costo ecológico.
Por el momento, la derecha política y la poderosa oligarquía del país se muestran cautelosas, reconociendo formalmente la victoria de Gustavo Petro y su legitimidad democrática. Sin embargo, no es difícil anticipar que el nuevo presidente y su vicepresidente, que asumirán el cargo el 7 de agosto, encontrarán una fuerte oposición a su profundo programa de cambios y transformaciones, y no solo en dos cámaras legislativas, donde la oligarquía y sus representantes mantienen una fuerte presencia, pero posiblemente también en el Ejército (contrainsurgente), formado en una Doctrina de Seguridad Nacional, made in USA, (basada en la izquierda como enemigo interno), la actividad de grupos paramilitares o las extensas redes vinculadas al narcotráfico.
El nuevo Presidente también necesitará tejer apoyos efectivos a nivel regional, dado que si Colombia fue tradicionalmente un aliado seguro e incondicional de Estados Unidos en la región, con su nuevo presidente se sumará al grupo de gobiernos progresistas (en diferentes grados y matices) de Latinoamérica que exigen respeto a sus soberanías y voz propia frente a EEUU, siguiendo así a México, Argentina, Chile, Honduras, Bolivia o Perú.