En guerra contra Rojava, Turquía está destruyendo el medio ambiente
Campos secos en barbecho, árboles carbonizados: a lo largo de la carretera M4 que cruza el noreste de Siria, un paisaje desolado se extiende hasta donde alcanza la vista.
Campos secos en barbecho, árboles carbonizados: a lo largo de la carretera M4 que cruza el noreste de Siria, un paisaje desolado se extiende hasta donde alcanza la vista.
Campos secos en barbecho, árboles carbonizados: a lo largo de la carretera M4 que cruza el noreste de Siria, un paisaje desolado se extiende hasta donde alcanza la vista. Quedan parches de vegetación gracias al esfuerzo de los agricultores que se enfrentan al sol abrasador vestidos con sus coloridos keffiyehs. Sin duda, el desierto está ganando terreno en Rojava, una región poblada mayoritariamente por kurdos y conocida por su revolución social.
“Nos afecta el calentamiento global pero también la guerra”, suspira un vecino, contemplando el paisaje ocre. Porque a la sequía se suman los ataques de Turquía, que destruye deliberadamente el medio ambiente para hacer insoportable la vida cotidiana de estas poblaciones. Sus armas: la desecación de ríos, el bombardeo a estaciones de bombeo, la quema de olivos.
Después de que Rojava proclamara su autonomía del régimen de Bashar Al Assad y derrotara al Estado Islámico (ISIS) en 2015, surgió allí un modelo de sociedad basado en consejos locales y valores regidos por la ecología, el feminismo y la democracia, valores compartidos entre los pueblos árabe, kurdo y cristiano. Y esto, para disgusto de Turquía, que interfirió en el conflicto sirio para luchar contra la Administración Autónoma del Noreste de Siria (AANES) y su brazo armado, las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS).
El verde valle del Éufrates se convirtió así en el campo de batalla de una guerra invisible. El mítico río nace en la frontera turca, atraviesa la región y luego riega al vecino Irak. En el medio, está Tabqa, una enorme presa con su lago azul brillante rodeado de vegetación. Construida en la década de 1970 por la Unión Soviética (URSS), Tabqa fue escenario de violentos enfrentamientos entre el ISIS y las FDS en 2017. Ahora es Turquía quien la está atacando. No con bombardeos, sino bajando el nivel del agua. En teoría, Turquía debería permitir que al menos 500 metros cúbicos de agua por segundo fluyan desde su territorio hacia Siria e Irak. Pero en cuanto llegó al poder la AANES en la región, el caudal se redujo, explica Walat Darwish, administrador de la represa. De 400 metros cúbicos por segundo pasó a 250 en promedio, o incluso menos.
“Esto tiene consecuencias dramáticas para todo el valle, sus cinco millones de habitantes y sus ecosistemas”, lamenta. Nos muestra la foto de un niño que padece leishmaniasis, una enfermedad de la piel provocada por los mosquitos que se acumulan en las aguas estancadas del Éufrates asfixiado. Más de 70.000 personas se verían afectadas, confirma el Dr. Giwan Mustafa, presidente del Consejo de Salud del gobierno autónomo de Rojava. La producción de electricidad también ha pasado de 840 megavatios por hora a solo 105. “Nos vemos obligados a racionar las ciudades y solo podemos proporcionar de dos a seis horas de energía por día”, lamenta Darwish. Para él, la táctica es clara: “Turquía quiere debilitar la región y hacerla inhabitable, para vaciarla de sus habitantes”.
200 kilómetros más al noreste, Tell Tamer es la ilustración más dramática de esto. Este pequeño pueblo fue el hogar de una gran población asiria; en Rojava, este pueblo cristiano coexiste con kurdos (la mayoría) y árabes. Desde hace varios años, ha estado en primera línea, pero se está vaciando de sus habitantes. De los 40.000 asirios que vivían allí antes de la guerra civil, menos de 1.000 todavía se aferran a la vida en la zona.
Cuando llegamos para hablar con los agricultores y las autoridades, un dron nos sobrevuela. Es enviado por Turquía para aniquilar cualquier objetivo militar o civil de interés que tenga la desgracia de cruzarse en su camino. Las calles bordeadas de pinos e iglesias asirias están vacías. “Están bombardeando a civiles y niños, así como nuestros campos, nuestros canales de riego y nuestras estaciones de bombeo. Vivimos y trabajamos con aprensión”, testifica Mhessen Ali Khalil, un granjero bronceado de ojos claros. Solo en julio, se registraron 363 ataques con morteros, drones y artillería en la región, matando a seis persona e hiriendo a 26.
“Desde que Turquía redujo el caudal de los ríos aguas arriba, ya no tenemos suficiente agua para regar nuestros campos y sufrimos cortes de energía, a veces durante diez días consecutivos”, dice Mhessen. Se refiere al ataque a una estación de bombeo unas semanas antes: cada vez que los aldeanos venían a repararla, eran atacados por las fuerzas pro-turcas.
Resultado: Mhessen tuvo que abandonar sus campos y sobrevive solo gracias a su tractor, con el que cultiva la tierra de otros agricultores más afortunados. Una visita a un afluente del Éufrates, el río Khabour, que mana de Turquía y que también es impulsado por la presa de Tabqa que alimenta la ciudad, confirma sus palabras: no quedan más que charcos de agua estancada y bombas girando en el vacío. “Era nuestra fuente de vida. El agua allí era potable hasta la década de 1980 y la gente venía allí a bañarse, pescar, celebrar nuestras fiestas religiosas”, dice otro agricultor asirio que pidió el anonimato. “Ahora que el río se ha secado y nuestras plantas se están muriendo, no nos queda más que el exilio”, suspira el agricultor, cuyas 1.000 hectáreas de tierra están ocupadas por milicias pro-turcas.
Para todos los que conocimos, no hay duda de que todo es consecuencia de la estrategia turca. “Combina medidas militares, como bombardeos de artillería y drones, con tácticas medioambientales; es formidable”, explica Nabil Warde, portavoz de los Guardias Khabour en Tell Tamer, la milicia local asiria.
Una invasión turca es inminente. Una perspectiva que congela a Orhal Kamal, coordinador de Hevdesti, un observatorio independiente que enumera los actos de guerra. Él mismo, nativo de Serêkaniye, vio caer a su ciudad, así como a Afrin, en manos del ejército turco y sus auxiliares del Ejército Nacional Sirio (ENS). Estos dos pueblos multiétnicos de mayoría kurda ofrecen la triste imagen de lo que podría pasar en Tell Tamer y en el resto de la región si Turquía lanzara una nueva ofensiva.
Los olivos milenarios de Afrin se han incendiado
Los sobrevivientes evocan masacres ecológicas. Así, los olivos de Afrin, milenarios, se han evaporado en las llamas (Operaciones Rama de Olivo – 2018). En Serêkaniye, muchos campos de trigo ardieron bajo los ataques de globos incendiarios y artillería turca (Fuente de Paz – 2019). “Apuntan deliberadamente a nuestra identidad, que está profundamente arraigada en la naturaleza y nuestros árboles. Los pobladores de Afrin aman sus olivos como niños, muchos lloraron mientras nos contaban lo que pasó”, dice Kamal.
El segundo paso, tras la destrucción medioambiental, es el reemplazo de las poblaciones de estas zonas, ahora gobernadas por milicias pro-turcas. “Antes, la mitad de los habitantes de Serêkaniye eran kurdos. Ahora, precisamente quedan solo cuarenta y ocho”, subraya por ejemplo Kamal. Las 350.000 personas de Serêkaniye que huyeron de la destrucción fueron reemplazadas por 20.000 familias de refugiados árabes sirios, traídos de Turquía. “Erdogan quiere trasladar a todos los refugiados sirios de Turquía a esta franja de tierra a lo largo de la frontera y turquificarlos”.
Walat Darwish, administrador de la represa de Tabqa, concluye: “Nuestra sociedad democrática, donde todas las comunidades conviven, es una amenaza para ellos, temen que su gente exija el mismo modelo”.
FUENTE: Philippe Pernot (Texto y fotos) / Reporterre / Traducción y edición: Kurdistán América Latina