En un mundo sacudido por los torbellinos que desata el presidente estadounidense Donald Trump desde que asumió, Medio Oriente viene atravesando su cataclismo particular, signado por la guerra y catástrofe humanitaria en Gaza y las consecuencias de la caída de Bashar Al Assad en Siria. En ese marco, Turquía vive su propia crisis política, lo que suma un factor más de inestabilidad a un momento que puede interpretarse como una reconfiguración profunda del mapa político de la región.
La crisis turca se expresa en dos procesos paralelos pero complementarios. Por un lado, el inicio de unas negociaciones de paz entre el gobierno del presidente Recep Tayyip Erdoğan y el líder del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK por su sigla en kurdo), Abdullah Öcalan, preso desde hace 26 años en confinamiento solitario en un presidio en la isla turca de Imrali. Por el otro, la detención bajo acusaciones de corrupción y terrorismo de Ekrem İmamoğlu, alcalde de Estambul y candidato a presidente por el mayor partido opositor, el CHP (sigla en turco del Partido Republicano del Pueblo, de orientación kemalista, traducida en los medios occidentales como socialdemócrata), que desató masivas movilizaciones de protesta violentamente reprimidas por el gobierno.
A su vez, la Turquía de Erdoğan es un actor cada vez más influyente en la geopolítica regional, tanto en sus relaciones con la Unión Europea (UE), a la que extorsiona en la crisis migratoria provocada por la guerra civil siria, como por su ambiguo papel como miembro de la OTAN con diálogo simultáneo con Rusia y otros países como Irán. Esa ambigüedad o, más bien, doble juego, se ve también en la política hacia Israel, con el que Turquía ha tenido históricamente una buena relación. Esta complicidad con los israelíes empezó a cambiar con Erdoğan, que numerosas veces criticó fuertemente las acciones de Benjamin Netanyahu sin traspasar la retórica de las “fuertes declaraciones”, pero que empieza a complicarse debido a una tensión creciente en el escenario sirio por su decisivo apoyo y sostenimiento del nuevo régimen islamista y la construcción de una base que Israel ve como una amenaza. Erdoğan también promueve la idea de la recuperación de las viejas glorias otomanas, claramente más propaganda que posibilidades concretas, pero que se manifiesta en intervenciones internacionales en el norte de África, el apoyo a Azerbaiyán en la guerra con Armenia, los ofrecimientos de mediación en la guerra de Ucrania, entre otras medidas que contribuyen a instalar a Turquía como un actor cada vez más relevante en la geopolítica del Mediterráneo oriental y el Cáucaso. Todo esto hace que el rol de la República de Turquía, en relativo aislamiento desde la caída del viejo Imperio otomano al final de la Primera Guerra Mundial, sea cada vez mayor en la región y, por lo tanto, lo que suceda en la política interna turca tiene una influencia no desdeñable en una zona de alta volatilidad.
En este panorama, todo indica que Turquía se encuentra en una disyuntiva entre la consolidación de un gobierno autoritario y el avance hacia un histórico proceso de paz. Ambas tendencias parecen convivir dentro del bloque de poder que gobierna el país con mano de hierro desde hace poco más de veinte años.
La crisis turca: ¿consolidación o crisis del proyecto de Erdoğan?
El 19 de marzo pasado el alcalde de Estambul, Ekrem İmamoğlu, fue destituido y enviado a prisión bajo acusaciones de corrupción y terrorismo. No se trata solo del alcalde de la ciudad más importante de Turquía y antigua capital imperial, sino del líder político de la oposición y el primero con serias posibilidades, desde que gobierna el AKP (Partido de la Justicia y Desarrollo, por su sigla en turco) del presidente Erdoğan, de desbancarlo en las próximas elecciones presidenciales. İmamoğlu es un líder en ascenso que ya condujo a su partido, en alianza con la formación kurda DEM (Partido por la Igualdad y la Democracia Popular) y otros grupos menores, a derrotar al AKP en todas las grandes ciudades en marzo de 2024, y fue ratificado como candidato presidencial para 2028. El golpe judicial —un episodio claro del lawfare tan conocido en América Latina—, busca quitarlo de la carrera presidencial y asegurar así la continuidad de Erdoğan, complementado por una maniobra en simultáneo mediante la cual la Universidad de Estambul anuló el diploma universitario de İmamoğlu, dado que la Constitución turca fija el grado universitario como un requisito para la presidencia del país. La acusación de terrorismo, si bien (todavía) no se utilizó para su detención, es por la alianza electoral con el partido kurdo DEM, un partido político legal, circunstancia que avanza aún más en el camino autoritario y proscriptivo para asegurar la continuidad de Erdoğan en el poder.
La reacción a este hecho fueron masivas movilizaciones de protesta que no ceden a pesar de la brutal represión que ya lleva más de 2000 detenidos y miles de heridos. En su mayoría, se trata de simpatizantes del CHP y de grandes sectores de la juventud universitaria, que protestan también por el permanente ataque a las universidades por parte del gobierno. Las expulsiones y detenciones de profesores universitarios que se manifestaron en oposición a las políticas de Erdoğan son frecuentes, como en el caso de más de 1000 firmantes de una carta pública en 2016. Las protestas evidencian una clara percepción de un peligro de clausura del estado de derecho y la democracia, ya bastante vapuleados en el país. De acuerdo con el académico turco Deniz Gürlen, Erdoğan cruzó una línea roja, dado que la esperanza opositora en un recambio democrático electoral en 2028 con la candidatura de İmamoğlu queda en cuestión con su detención, lo que “está cambiando la percepción de la gente”.
Sin embargo, el uso de la prisión con pretextos varios para sacarse de encima opositores y cambiar mediante estas intervenciones los resultados electorales y el ejercicio de la gestión gubernamental, especialmente en niveles municipales o legislativos, no es nuevo en Turquía. Desde 2016, decenas de alcaldes y legisladores electos por el partido kurdo legal HDP (sigla en turco del Partido Democrático de los Pueblos) fueron destituidos y encarcelados, y sus municipios (en las regiones de mayoría kurda) intervenidos por el Poder Ejecutivo. La persecución y amenazas contra este partido obligaron a abandonarlo y a formar otro partido kurdo legal, el actual DEM. Es decir, se trata de un arma usada repetidamente contra las expresiones políticas de la población kurda, elevada ahora a una escala mayor al intentar sacar del juego electoral al principal líder de la oposición. La estratagema no es nueva y es posible que el actual gobernante lo haya aprendido de su propia experiencia, ya que fue víctima de un proceso similar siendo él también alcalde de Estambul en los años noventa.
Como señala la investigadora kurda Azize Aslan, es una cuestión por indagar por qué Erdoğan usa el lawfare contra İmamoğlu faltando aún tres años para las presidenciales. La anticipación puede ser algo pensado a manera de ensayo, de debilitar la candidatura, de sumir al candidato y a su coalición política en un estado de debilidad y defensiva permanente, o directamente un intento serio de eliminar las condiciones de competencia electoral libre para asegurarse el poder sin oposición política. Pero también corre serios riesgos de que el líder opositor logre revertir la situación, basada en una acusación endeble, pues el tiempo es muy largo para un contexto político en permanente cambio. Por lo pronto, İmamoğlu ya está en la cárcel de máxima seguridad de Mármara, en el pueblo de Silivri, en la que Erdoğan viene confinando presos políticos que ya se cuentan por miles.
El éxito de la jugada permitiría a Erdoğan asegurar una permanencia en el poder que, de resultar, va a superar las dos décadas, consolidando un proyecto político autoritario que ha ido cambiando la faz de Turquía y deslizándose por la pendiente de un islamismo político cada vez más reaccionario y conservador, alterando profundamente las bases laicas de la república fundada por Atatürk en los años veinte del siglo pasado. Esta evolución hacia un régimen cuasi dictatorial se ha conjugado con un programa económico neoliberal y una política exterior que sueña con reconstruir la vieja potencia otomana. En ese plan de una mayor injerencia turca en la región, que incluye relaciones marcadas por el oportunismo con los poderes circundantes (Unión Europea, Rusia, Irán, Israel y, por supuesto, también Estados Unidos), las aspiraciones de autonomía del pueblo kurdo son un obstáculo y una obsesión. La resolución histórica que le dio Turquía al problema, independientemente del gobierno de turno, fue la represión, camino que Erdoğan abrazó con entusiasmo y llevó a niveles de guerra regional. Sin embargo, la posibilidad de la paz surgió, en forma inesperada, de sus aliados más reaccionarios.
Un extraño viraje de paz en Kurdistán
El pasado 27 de febrero el líder del PKK, Abdullah Öcalan, lanzó un llamamiento a la paz desde su confinamiento en la isla-prisión de Imrali. El anuncio fue de alto impacto, dado que el líder kurdo de 76 años, 26 de los cuales pasó en durísimas condiciones de detención, llevaba años sin contacto con el exterior, ni siquiera con familiares y abogados, y la represión turca al movimiento kurdo estaba en uno de sus momentos de auge. El llamamiento de Öcalan incluyó un pedido de autodisolución del propio PKK, una movida que llenó de estupor a los propios partidarios y militantes del PKK, que debieron digerir la propuesta de su líder mientras aguantaban las ofensivas y ataques de las fuerzas armadas turcas y de sus aliados en Siria. La situación, de alguna manera, hacía recordar a las negociaciones entre Nelson Mandela y el régimen del apartheid, con Mandela todavía preso y desconectado de la dirección del Congreso Nacional Africano (CNA), en ese entonces en el exilio.
Aunque la respuesta de las organizaciones kurdas llegó al poco tiempo en apoyo a la propuesta de paz, y Öcalan ya tiene más contacto con el exterior, las negociaciones parecen estancadas, dado que el gobierno turco no habilitó hasta ahora ningún tipo de avances, por lo menos público. Tanto la formación legal DEM como el propio PKK reclaman que un congreso o conferencia para el debate de las propuestas por el lado kurdo debe contar con la presencia de Öcalan, aunque sea por teleconferencia. Más allá de cualquier alto el fuego (hasta ahora declarado unilateralmente por el PKK y no respetado por Turquía) y el avance subterráneo en las conversaciones, está claro para el lado kurdo que, si no hay compromisos serios para la democratización del país, reconocimiento de la identidad, cierta autonomía para Kurdistán y seguridades para la incorporación a la política legal turca, el llamamiento va a ser un nuevo fracaso en la larga historia del conflicto.
Sin embargo, este principio de negociaciones tiene una gran diferencia con otros intentos, y es que esta vez la iniciativa vino del sector nacionalista más reaccionario de la política turca, a través de la palabra de Devlet Bahceli, líder del MHP (Partido del Movimiento Nacionalista por su sigla en turco). Fue Bahceli quien abrió la puerta de las negociaciones con unas explosivas declaraciones (por inesperadas) en que llamó a un acuerdo entre Turquía y el PKK que cerrara el conflicto armado y permitiera la incorporación de los kurdos en condiciones mutuamente aceptables a la vida legal y política. Este sector de la derecha nacionalista turca, conocido también como Ülkücü, es un puntal importante en el esquema de poder turco. Su rama paramilitar fue soporte de la represión contra la izquierda durante la dictadura militar de los años ochenta y fundamental para sostener a Erdoğan en el cruento intento de golpe de Estado de 2016. Desde ese momento, el MHP se convirtió en un sostén fundamental del gobierno del AKP, por lo que la palabra de Bahceli y su rol disparador en las actuales negociaciones no puede menospreciarse.
Como señala Azize Aslan, en el esquema político turco hay tres corrientes fundamentales: el nacionalismo islamista y con aires neo-otomanos del AKP de Erdoğan; el nacionalismo de extrema derecha del MHP de Bahceli; y el progresismo laico que responde más claramente a la herencia histórica del fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk. Si bien son corrientes diferenciadas y con enfrentamientos profundos, como lo demuestra la dura confrontación actual a partir de la prisión de İmamoğlu, todas tienen en común el nacionalismo turco, e históricamente han coincidido en la represión a la izquierda y al movimiento kurdo. La novedad es la fisura en esa posición antikurda, tanto por parte del CHP, que necesita el apoyo de esa colectividad para tener posibilidades electorales contra Erdoğan, como en el propio nacionalismo de derecha que está llamando a la apertura de un proceso de paz. Interpretar las razones y, sobre todo, las consecuencias de estos virajes en la convulsionada situación actual de Medio Oriente, implica tener en cuenta el factor del conflicto sirio y su cambiante e inestable equilibrio, las perspectivas de la autonomía kurda en Rojava (sur del Kurdistán, norte de Siria) y también el rol de la expansión israelí en ese escenario. Es probable que detrás del impulso de la extrema derecha a un proceso de paz haya un razonamiento de “cerrar el frente interno” para consolidar las posiciones del Estado turco en la región sin ofrecer fisuras. El problema es que eso es imposible sin concesiones democráticas que van contra el corazón del proyecto de Erdoğan.
Rojava en el ojo del huracán
Separar el conflicto kurdo en Turquía del escenario regional es analíticamente un sinsentido, desde el mismo hecho de que el pueblo kurdo está distribuido en el territorio de cuatro países, todos ellos, salvo Irán, producto de la partición del Imperio otomano entre los “mandatos” de las potencias coloniales (Gran Bretaña y Francia) y la naciente República de Turquía. La Turquía moderna construyó un Estado basado en la identidad turca (definida en términos de religión, lengua, historia y hasta raza) y marginando a las minorías importantes hasta ese entonces —con un aceptable nivel de convivencia dentro del imperio–, por medio de la fuerza. Las consecuencias de esa forma de construcción de un Estado basado en la etnicidad turca las pagaron las colectividades como la armenia (el primer genocidio del siglo XX europeo, sin contar las colonias africanas de las potencias coloniales), la griega (el grueso del enfrentamiento y de la épica de la “guerra de independencia” de la República de Turquía bajo el liderazgo de Mustafá Kemal fue con Grecia, con la expulsión de la importante comunidad griega ortodoxa del actual territorio turco) y, por supuesto, los kurdos, que vieron frustrada su aspiración a un estado propio a la caída del Imperio otomano. Esta crisis que ocurrió hace ya un siglo sigue proyectando sombras sobre la región, y la continuidad de la lucha nacionalista kurda es también una consecuencia de esas circunstancias.
El PKK liderado por Öcalan, fundado como un partido marxista leninista en los setenta, empezó su lucha guerrillera en las montañas de la región kurda del oriente de Turquía en 1984. Estableció sus bases operativas en Siria hasta que Hafez Al Assad, el padre del presidente sirio recientemente depuesto, no resistió más las presiones turcas y expulsó al PKK y a Öcalan de su territorio, lo que llevó poco después, en 1999, a la captura y reclusión del líder kurdo en la prisión turca en la que aún continúa. En la cárcel, Öcalan adoptó ideas del anarquista estadounidense Murray Bookchin y, combinadas con la propia experiencia y conceptos propios, desarrolló la tesis del “confederalismo democrático”, cuyos principios han sido aplicados en el Kurdistán sirio, conocido como Rojava, principalmente el concepto federativo, la autonomía comunal, la convivencia democrática entre diferentes identidades y, lo que ha sido más conocido internacionalmente, el rol fundamental de las mujeres como estructurante de las relaciones sociales, rompiendo la cultura patriarcal tan profundamente arraigada en la región –posiblemente más que en ninguna otra parte del mundo. Este aspecto fue ampliamente divulgado y, en cierta medida, romantizado, especialmente a partir de la creación de las unidades armadas femeninas que ganaron celebridad combatiendo al ISIS en la batalla de Kobane, en 2014, las YPJ (Unidades Femeninas de Protección, por sus siglas en kurdo), integradas a las Unidades Populares de Protección (YPG en kurdo), las milicias organizadas por el PKK.
Sin embargo, posiblemente el gran viraje estratégico en el proyecto kurdo liderado por Öcalan a partir de su reconversión ideológica sea la mutación del proyecto de un Estado propio en favor del confederalismo y la autonomía, articulando e integrando en organizaciones comunales de base democrática distintas identidades culturales y religiosas, que es el principal activo político del territorio dominado por el PYD (Partido de la Unión Democrática, el partido de los kurdos sirios) y sus Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), las milicias de las que forman parte tanto las YPJ como las YPG y que integran también otras formaciones armadas de comunidades de la región.
El estallido de la guerra civil siria proporcionó a los kurdos la oportunidad de establecer una administración autónoma en los territorios del norte de Siria en que son mayoritarios, en los que debieron enfrentar una brutal ofensiva de los islamistas radicales del ISIS a los que lograron derrotar. Este hecho y la hostilidad de Turquía, que empezó a percibir esta situación como un peligro para su propio proyecto, empujó a las FDS a una alianza militar con Estados Unidos, que los vieron como el único aliado posible para frenar al ISIS y alternativo tanto a los grupos islamistas como al gobierno baasista de Assad. Turquía, por su parte, comenzó a partir de 2018, con la estabilización de la situación siria tras la intervención de Rusia e Irán para sostener a Assad, una ofensiva en el norte de este país que tuvo como objetivo explícito la agresión a la autonomía kurda. La repentina caída de Assad en diciembre pasado le dio a Erdoğan la condición de un virtual triunfador de la guerra civil siria, al controlar gran parte de las milicias que apoyan al gobierno provisional del HTS (Hayat Tahrir Al Sham, la milicia islamista liderada por Ahmed Al Sharaa) e influir decisivamente en éste.
Azize Aslan, que es autora de un interesante libro sobre la construcción económica del confederalismo democrático en Rojava (“Economía anticapitalista en Rojava” es la tesis doctoral de la autora presentada en la Universidad de Puebla, México, en 2021), señala que la celeridad y profundidad de los cambios ocurridos en Medio Oriente en el último año y medio aceleró la necesidad de llegar a algún tipo de acuerdo que estabilice la situación. En su interpretación, “Öcalan trata con el llamamiento a la apertura de un proceso de paz con el enemigo histórico, el Estado turco, de buscar una tercera opción entre el todo o nada actual y proporcione una salida alternativa al exterminio”. Para la investigadora residente en México, la situación cambia con demasiada rapidez e impone el cierre de los conflictos que provienen todavía de la etapa de la Guerra Fría. La caída del régimen baasista es quizá uno de los más impactantes, en un ciclo vertiginoso que comienza en Gaza el 7 de octubre de 2023 con el ataque de Hamas y la respuesta brutal y el incremento exponencial en la capacidad de daño de Israel, que provocó un retroceso enorme de la alianza que parecía estar ganando el conflicto sirio, colocó a Irán a la defensiva y aprovechó la caída de Assad y el vacío de poder, especialmente de poder militar, para convertirse en un poder aterrador y sostenido a como dé lugar por Estados Unidos. Todo ello tiene un impacto innegable en el desequilibrio de la región.
Un largo plazo demasiado corto
La influencia de Erdoğan en el nuevo régimen sirio es clara, pero no termina de consolidarse, dado que el gobierno de Ahmed Al Sharaa debe hacer equilibrio sobre un terreno que sigue siendo altamente explosivo. Las tensiones geopolíticas son fuertes: Israel muestra, cada vez que puede, los dientes para dar a entender que necesita una Siria débil y sin ninguna capacidad de intervención en los asuntos de la región, mientras hace acuerdos con los drusos del sur y presiona a Turquía para que abandone la construcción de una base de misiles y radares en las zonas de dominio de las milicias que financia. Estados Unidos siguen dominando, junto a la autoridad autonómica kurda, las zonas petroleras, quitando de esa forma al gobierno de Al Sharaa el control de los mayores recursos del país, que además tiene su infraestructura económica en ruinas después de una larga guerra civil que sigue latente. La imposibilidad de acceder a la explotación económica de la zona kurda no solo desfinancia al gobierno interino sirio, sino que excluye a Turquía de hacer negocios en la zona.
En ese panorama, el régimen islamista sirio masacró a miles de alauitas (la colectividad a la que pertenecen los Assad) en la costa siria, que a su vez es donde se ubican las dos bases rusas en el país. La gravedad de la situación, que amenazó con escalar, impulsó a Al Sharaa, según analiza el analista turco Deniz Gürlen, a cerrar un rápido acuerdo con la dirigencia del movimiento kurdo. “El gobierno del HTS tiene dos problemas importantes y cómo los resolverá es un misterio: el primero es impedir el levantamiento de diferentes religiones y grupos étnicos en Siria (problema de legitimidad); el segundo es la economía (y la segunda no puede darse sin la primera). ¿Y qué puede hacer HTS cuando el petróleo está bajo el control del movimiento kurdo y de las bases estadounidenses?”. Aunque los acuerdos firmados reconocen un rol para la colectividad kurda y su movimiento en el equilibrio de fuerzas de la nueva Siria y da garantías de una democratización, poco después el gobierno provisional anunció un gabinete en el que nada de esto fue tenido en cuenta, provocando una fuerte protesta de los kurdos. Todo es frágil y precario, con las tensiones a flor de piel.
En ese contexto, el lanzamiento de un llamado a iniciar un proceso de paz entre el gobierno turco y el PKK tiene un indudable impacto en el equilibrio sirio. Para Deniz Gürlen, el acuerdo en Siria es un paso fundamental para la reivindicación kurda, porque es la primera vez, desde el comienzo de la lucha armada encabezada por el PKK, que son reconocidos oficialmente: “La importancia de este acuerdo es que le otorgó al movimiento kurdo un carácter oficial y abrió un importante margen de maniobra con respecto a los acontecimientos en Siria en los próximos días”.
Para Azize Aslan, si bien el impacto entre los acuerdos en Turquía y la situación de Rojava no es tan directo, existe una vinculación, son procesos entrelazados. Gürlen reafirma esto con una distinción clara: “Öcalan se dirigió al PKK, no al PYD, que es el partido de los kurdos de Siria”, lo que permite a estos diferenciarse y llevar negociaciones por su cuenta, lo que muy probablemente sea también un efecto buscado por el llamamiento de Öcalan. En su opinión, este llamamiento y el acuerdo en Siria pueden considerarse una oportunidad para el movimiento kurdo, aunque los tiempos de implementación pueden ser demasiado largos para la dinámica vertiginosa de la política regional —como lo muestran las tensiones con el gobierno islamista sirio a los pocos días de la negociación— a través de comités que, según el acuerdo, trabajarán hasta finales de año. A todas luces, recalca Gürlen, “un periodo demasiado largo para Medio Oriente y Siria”.
Las crisis son esos tiempos en que todo se acelera y los cambios que se dieron en esta parte del mundo en poco menos de un año y medio han alterado los mapas vigentes durante más de medio siglo. La repentina y letal guerra de Gaza funcionó como el detonador de un dominó que todavía no ha terminado de desplegarse y cuyas consecuencias no terminan de avizorarse. La caída de Bashar Al Assad y la instalación de un gobierno islamista rápidamente reconocido como “democrático” por Occidente terminó de cambiar el tablero, y la inestabilidad como regla del segundo mandato de Donald Trump como presidente de Estados Unidos sumó a todo esto la conducta errática de la gran potencia que sobrevuela la escena. Desde el punto de vista de los grandes proyectos económicos, cerrarle el paso al eje Rusia-Irán-China pareciera ser el norte de la política norteamericana, con el “Gran Israel” como factor disciplinador y con Turquía con fuerza política y militar que no logra realizarse aún en beneficios económicos.
Sin embargo, los procesos sociales y los proyectos políticos que se juegan en cada país y territorio tienen también su lógica propia y no siempre se subordinan al juego geopolítico. La articulación de los diferentes planos es lo que va a terminar definiendo hasta qué punto la crisis turca, la cuestión kurda, la estabilización siria y la limpieza étnica contra los palestinos se combinan en el futuro próximo, en ese largo plazo que puede resolverse, quizá, en los meses venideros.
FUENTE: Andrés Ruggeri / Tektonikos / Edición: Kurdistán América Latina