El drama de la calle Istiklal que dejó un saldo de seis muertos y 81 heridos, permitió que el presidente turco acusara al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y al Partido de la Unión Democrática (PYD) –fuerza política esencial de la Administración Autónoma del Norte y el Este de Siria (AANES)- de ser los autores del atentado. Apenas cometido, ambas organizaciones negaron cualquier responsabilidad en esa acción terrorista, y al poco tiempo quedó claro que la acusación era infundada. La presunta culpable es una árabe vinculada con Estado Islámico (ISIS) por sus lazos familiares y matrimonios sucesivos. Además, su teléfono celular contenía el número de un responsable de un partido de extrema derecha turco.
Sin embargo, Ankara desató un diluvio de hierro y fuego contra los kurdos, eternos chivos expiatorios. Aviones F-16 bombardearon el Rojava (Kurdistán sirio), en particular Tal Rifaat y Kobane. Los ataques destruyeron hospitales, escuelas, silos de maíz e instalaciones petroleras, y ocasionaron víctimas civiles. La agencia de prensa Hawar News, con base en el Rojava, indicó que el ejército turco efectuó disparos de morteros y de tanques en los distritos de Shera y Sherawa, así como en los cantones de Afrin y de Shehba, donde se instalaron refugiados de Afrin tras la invasión turca de 2018.
El 18 de junio de 2023, los pueblos de Turquía serán llamados a las urnas para la elección presidencial y legislativas. El presidente saliente es otra vez candidato. Enfrente tiene al alcalde de Estambul, Ekrem Imamoğlu, miembro del Partido Republicano del Pueblo (CHP, izquierda kemalista), que hasta ahora lo supera en las encuestas. Erdogan, que según el instituto de estadísticas Metropoll cuenta con el 36% de las intenciones de voto, también tendrá que seguir de cerca la postura expresada en conjunto por seis partidos opositores –el Partido Republicano del Pueblo (CHP), el Partido del Bienestar (RP), el Partido del Futuro, fundado por Ahmet Davutoglu, ex primer ministro y compañero de ruta del presidente; el Partido de la Felicidad (de tendencia islamista) y el Partido Democrático de los Pueblos (HDP)–, todos favorables al regreso de un sistema parlamentario fortalecido.
Aumentos importantes del salario mínimo
A estas dificultades políticas se suma una situación económica paradójica. No obstante una inflación galopante (85% según datos oficiales, es decir, cinco puntos mayor que en septiembre), una moneda que se desplomó y desde el 1 de enero ha perdido más del 28% de su valor frente al dólar, un empobrecimiento generalizado de las poblaciones –excepto algunos privilegiados–, sin embargo, el crecimiento y el Producto Interior Bruto (PIB) de Turquía aumentan, y el país actualmente asciende al puesto de 17ª potencia económica mundial. El crecimiento y la exportación son los dos mantras del presidente, persuadido de que, a largo plazo, sus decisiones económicas darán frutos.
Para hacer esperar a las clases populares, este año Erdogan aumentó dos veces el salario mínimo, un 50% en enero y un 30% más en julio. Para el comienzo del año próximo se espera un nuevo aumento. En paralelo, para reflotar las reservas del Banco Central, se presentan dos donantes generosos: Arabia Saudita y Catar. El primero propone depositar 5.000 millones de dólares (4.750 millones de euros) y el segundo, el doble. Para justificar este conjunto heterodoxo, el ministro de Economía, Nureddin Nebati, explica que su política “representa una ruptura epistemológica con el pensamiento económico neoclásico y su importancia crece con las ciencias de la conducta y de la neuroeconomía”. Es poco probable que estos argumentos tranquilicen a quienes sufrieron aumentos del 99% en gastos de alimentos, 85% en los de vivienda y 117% en transporte.
Si quiere lograr la reelección, Erdogan tiene que convencer más allá de su terreno y asegurarse algo más que los votos de sus seguidores del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y los de su aliado, el Partido de Acción Nacionalista (MHP) y los vasallos de su rama paramilitar, los fascistoides Lobos Grises. Para hacerlo, accionó una vez más la palanca del nacionalismo y del racismo anti-kurdo. En este contexto, la bomba de la calle Istiklal en Estambul (si no fue colocada por los servicios secretos turcos) fue una sorpresa prometedora.
Multiplicación de las amenazas contra los kurdos
Ahora la prioridad del presidente es reunir “en torno a la bandera” a quienes recuerdan con horror la proliferación de los atentados, entre 2015 y 2017. Y señalar, para venganza popular, a los enemigos que se le resisten: el PKK en los montes Qandil, al norte de Irak; y el PYD, en el Rojava sirio. Erdogan multiplicó las operaciones militares contra esos enemigos, utilizando los drones Bayraktar TB2 para cometer asesinatos selectivos de responsables del PKK y del PYD, e invadiendo tres veces el norte de Siria.
Al respecto, Hisyar Özsoy, diputado kurdo y miembro del HDP, recuerda que antes de cada elección, el gobierno ordenó una serie de ataques: “Se realizaron operaciones transfronterizas antes de las elecciones de 2015. Se lanzó una operación militar en Yarábulus antes del referéndum de 2017; en Afrin, antes de las elecciones legislativas de 2018, y en Serêkaniyê-Gîre Spî, antes de las elecciones locales de 2019”.
Luego del atentado, Erdogan se refirió a las amenazas y dijo que los bombardeos en Rojava eran el preludio de una nueva operación militar orientada a establecer un “cinturón de seguridad” de 30 kilómetros de profundidad a lo largo de la frontera con Siria. Pero hasta ahora, sin embargo, se ha encontrado con una reticencia doble: la de los norteamericanos y la de los rusos.
Las preocupaciones de Estados Unidos y de Rusia
Estados Unidos dice estar particularmente preocupado por las consecuencias de esa operación, ya que los 900 militares estadounidenses que colaboran a diario con las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), una alianza de combatientes kurdos, árabes y siriacos, se enfrentan a una resiliencia preocupante de Estado Islámico, y estiman que los yihadistas ascienden a 6.000 o, incluso, 10.000 hombres. La perspectiva de que las FDS tuvieran que dejar a los 50.000 islamistas que mantienen encerrados en su campo de Al-Hol para dedicarse a luchar contra los invasores turcos es un motivo de sobra para producir escalofríos en el Pentágono. Ningún militar norteamericano quiere recordar la humillación de la derrota en la prisión de Hasaka, en el noreste, de donde los yihadistas lograron hacer fugar a varios centenares de los suyos luego de seis días de feroces combates contra las FDS, que contaban con el apoyo de las fuerzas de la Coalición.
En el caso de los rusos, la preocupación que les genera un eventual ataque turco tiene que ver con el apoyo que le brindan a Bashar Al Assad. Una invasión turca seguida de una ocupación permanente del territorio conquistado sería un elemento adicional en la fragmentación del país y contribuiría a deteriorar la situación ya incierta del rais de Damasco, quien pretende controlar el 70% del país, pero solo manda en 15% de sus fronteras. Además, Vladimir Putin y Bashar Al Assad sospechan que Erdogan, luego de conquistar Tal Rifaat y Manbiy, querría apoderarse de Alepo.
Para contrarrestar la desconfianza de los estadounidenses, el presidente turco cuenta con la carta del veto al ingreso de Suecia y Finlandia en la OTAN. Y para Moscú, Erdogan ha pasado a ser un intermediario indispensable entre Rusia y Ucrania. ¿Estos dos puntos a favor son suficientes para que gane las elecciones? Como se sabe, nada está decidido todavía, pero las amenazas empiezan a distinguirse. Así que los kurdos de Rojava, portadores de un proyecto de sociedad que rompe con los que predominan en Oriente Próximo, corren mucho peligro.
Aumentar su zona de influencia en Siria
Si la aventura militar al final se torna imposible, no solo significará una afrenta para el presidente turco, sino también un freno para su expansionismo neo-otomano. Porque, más allá de la reelección, el asunto es extender su zona de influencia en Siria: tomar Tal Rifaat y Manbij, al oeste del Éufrates, y Kobane, Ain Issa y Tal Tamer, al este de ese río; continuar la depuración étnica iniciada en Afrin; expulsar a los kurdos para reinstalar exiliados sirios. Eso sería redondear las primeras conquistas, esperando tiempos mejores. El “sultán de Ankara” ya ejerce un control absoluto en la región de Idlib (tres millones de habitantes) a través del grupo takfiri Hayat Tahrir al-Sham (HTS), comandado por su servidor, Mohamed Al-Golani.
En Irak, una derrota militar del PKK le permitiría a Erdogan reforzar la presencia de sus 120 bases –conectadas por rutas construidas por el ejército turco– y conservar, pese a las reiteradas exigencias del Parlamento de Bagdad, aquella situada a 30 kilómetros de la ciudad de Mosul, que el presidente turco reivindica como antigua integrante del Imperio Otomano. Este cuestionamiento implícito del Tratado de Lausana, que en 1923 definió las fronteras de Turquía, lo llevó a proferir amenazas para nada ambiguas contra Grecia: “Su ocupación de las islas del mar Egeo cercanas a Turquía no nos vincula en nada. Llegado el momento, haremos lo que sea necesario. Podemos llegar de pronto, a la noche”.
Con esa retórica guerrera anticuada, Turquía logró inmiscuirse en la guerra civil en Libia junto con el gobierno de Trípoli. Y en lo relativo a Chipre, Erdogan, inflexible, se niega a cualquier negociación que conduzca a la reunificación de la isla.
Este apetito de apropiación territorial y esta voluntad de ejercer influencia también se expresó recientemente en el Cáucaso cuando, para disgusto de Irán, Erdogan apoyó a Elham Alíyev, el presidente de la República de Azerbaiyán, hablando de la anexión del Azerbaiyán iraní a su país. Recordemos que, en diciembre de 2020, durante los enfrentamientos entre Azerbaiyán y Armenia en torno al Alto Karabaj, el presidente turco declaró “una sola nación, dos Estados”, y legitimó su ayuda a Bakú en nombre de la “turquicidad”. Esa solidaridad se materializó en un envío de armas y de 1.500 mercenarios sirios, fuerzas supletorias integradas por supervivientes del Ejército Libre Sirio (ELS) o de grupos yihadistas, que ocuparon el frente de batalla en sustitución del ejército turco.
En este contexto de “despertar de los imperios”, Erdogan también reactivó el concepto de panturquismo –forjado por el movimiento identitario Jóvenes Turcos a comienzos del siglo XX, que suponía una unidad lingüística–, y aprovechó para firmar acuerdos económicos y de seguridad con las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central (Azerbaiyán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguistán y Kazajistán). La iniciativa no cayó para nada bien en Moscú.
Una nueva reelección de Recep Tayyip Erdogan no solo fortalecería a un régimen autoritario que empobreció el país, multiplicó los arrestos arbitrarios y provocó gran cantidad de exilios (más de 20.000 personas hicieron una solicitud de asilo en la Unión Europea en 2022). También implicaría darle un cheque en blanco a un déspota, para que prosiga con sus ambiciones territoriales.
FUENTE: Jean Michel Morel / Orient XXI / InfoLibre / Traducido del francés por Ignacio Mackinze