Caramelos, mártires y cooperativas
"Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí. Pero me sienta bien, me ayuda a intentar digerir mejor la amargura de este mundo, y mantengo la esperanza de que pueda ser un tanto útil."
"Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí. Pero me sienta bien, me ayuda a intentar digerir mejor la amargura de este mundo, y mantengo la esperanza de que pueda ser un tanto útil."
Si he aflojado a la hora de poner tinta a mis ideas es, en primer lugar, porque mi situación en los últimos meses ha sido bastante peculiar (al haber tenido muy poco contacto con la realidad social de Rojava), pero también, seamos sinceros, por algunas dudas, a veces diciéndome a mí mismo que era inútil (en vista de las escasas reacciones que han podido despertar mis escritos anteriores). Estas dudas también se vieron alimentadas por esta relativa desconexión con la vida cotidiana de la “gente de aquí”, impuesta por las circunstancias. Por paradójico y vergonzoso que pueda parecer, el relativo aislamiento favorece un ego que se abre sigilosamente paso, en detrimento de una sensibilidad empática, agudizada a diario, con lo que sucede a nuestro alrededor. Ha habido días en los que he sido capaz, y no estoy nada orgulloso de ello, de olvidar la belleza y la crudeza de las batallas que se libran en este rincón del mundo. Es que leer las noticias en ANF, aunque estés cerca del lugar de los hechos, nunca se puede comparar con una mirada, un apretón de manos, una sonrisa, para realmente, como preconizaba el Che, “ser capaz de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquier persona, en cualquier parte del mundo”.
Hace unos días tuvo lugar la fiesta musulmana más importante del año, el Eid al-Kebir (o Eid al-Adha), durante la cual la generosidad y la solidaridad con los más desfavorecidos ocupan un lugar destacado. Como suele ocurrir, sin previo aviso, uno de mis responsables me dice: “Nos vamos en cinco minutos, ¡prepárate!”. Sin conocer nuestro destino, salimos en carro bajo un sol bien despertado, algo que veníamos evitando en las últimas semanas. Los viajes nocturnos estaban de nuevo a la orden del día, ante el recrudecimiento de los ataques turcos con drones, que han venido a alargar, ante la indiferencia de los medios de comunicación occidentales, la lista de asesinatos políticos. Porque de eso se trata, cuando esta tecnología asesina se cobra la vida de mujeres y hombres, representantes electos locales, profesores, agricultores que trabajan a diario por una sociedad multicultural que aspira a una auténtica democracia. Entre las víctimas recientes, hay musulmanes y cristianos, kurdos, árabes y asirios, todos conscientes de que ocupar hoy un cargo público en esta parte del mundo es correr el riesgo de ver cómo el ejército del país vecino reduce a polvo su vehículo y su existencia. Estos ataques selectivos se llevan a cabo sin tener que mover hombres ni arriesgarse a la menor reprimenda de una comunidad internacional cuya indignación es, sin duda, de “geometría variable”.
La primera parada llega muy rápido. Nos detenemos en la “Malbata şehîd” local. Estas casas albergan las instituciones que apoyan y organizan a las familias de los miles de personas que perdieron la vida por creer en un mundo mejor. En las estrechas escaleras que subimos, nos cruzamos con una quincena de personas que van en sentido contrario y nos dan la mano calurosamente. Es que llegamos un poco tarde. Los grupos se han formado y algunos ya se han marchado. “No se preocupen”, nos tranquilizan.”Acompáñenos. ¡Qué bueno que hayan venido!”. Nuestro vehículo abandona la pequeña ciudad y se dirige a uno de los “gunds” (pueblos) cercanos. Otra parada, apretones de manos y charlas en árabe principalmente. Estoy decepcionado con mi nivel de kurdo, pero en la lengua de Averroes éste brilla por su ausencia. Pero disfruto escuchando intercambios que, si fueran en castellano, sugerirían que hay tensión en el aire. Aquí, por lo visto, su volumen y dinamismo no señalan en absoluto un problema. Partimos de nuevo bajo un calor que, a finales de junio, ya tiene todos los visos de ser un horno. Hace unas semanas, bromeaba, dada la suavidad sorprendentemente duradera de la primavera. “Nunca se sabe, este año puede que el verano no llegue”, me había atrevido. Aquí estoy pagando la osadía. Me pongo en camino con dos hombres algo más jóvenes que yo que sólo hablan árabe y un dúo mayor bilíngüe árabe-kurdo.
Nuestra primera visita fue a una mujer que vive sola con una hija pequeña. Nos recibe con toda sencillez en una habitación prácticamente vacía, lo que indica cierta precariedad. El más veterano de nuestra comitiva hace de traductor. Nos explica que el pueblo es enteramente árabe. Hay unas 400 familias, 16 de las cuales cuentan con mártires. Nuestro anfitrión perdió a su marido en la guerra contra Daesh. A diferencia de las familias kurdas, es menos común exponer retratos de los fallecidos en sus casas, me dicen, aunque se puede hacer. Nos sirve café y dulces, omnipresentes durante los tres días sagrados del Eid. La víspera, nuestra puerta fue asediada por grupos de niños que venían a desearnos una “feliz fiesta”, con pequeñas bolsas en la mano, ansiosos por ver cómo aumentaba su botín de dulces. Agradece varias veces la visita y me pregunta cuando me presento: “¿Por qué has venido? ¿Prefieres Rojava a Bélgica?”.
Mi limitado kurdo me permite explicar que creo en la importancia de esta revolución en marcha, que me parece que no se habla lo suficiente de ella en mi país, que es la prueba de que la violencia no es el resultado de la diversidad de los pueblos o de las creencias, y que espero, viniendo, aprender y suscitar más interés. En cuanto a mi preferencia, algo que los alumnos me han preguntado a menudo, respondo con esta pequeña metáfora, sin duda un poco simplista, pero que se adapta a mi nivel de lenguaje y al público joven con quien me he relacionado: “Mi país es un poco como una bonita y cómoda casa. Si la miras desde fuera, sin saber nada de ella, puede que te digas: ‘Vaya, qué casa más hermosa’. Pero si te dijera que su dueño, para construirla, robó, explotó e incluso mató a sus vecinos, ¿qué pensarías entonces? ¿Seguiría pareciéndote bonita?”. Concluyo subrayando que en este “edificio” no faltan personas dignas y altruistas, y espero que podamos inspirarnos de lo que aquí se hace, en particular para vivir más juntes, evitando dejarnos atrapar por este individualismo destructivo.
Visitamos a cinco familias en total. Entre ellas, hay puntos en común de sufrimiento y orgullo, diferencias en la composición de la familia, el mobiliario de la casa y, por supuesto, las personalidades. Me siento honrado de que me reciban y de descubrir pequeños fragmentos de la vida de estas personas. Al escuchar sus historias, me digo a mí mismo que debemos, una y otra vez, hacer hincapié en el hecho de que esta revolución también está siendo impulsada por árabes. Una de las familias me cuenta con orgullo que su clan es singular, porque no tiene emigrantes a Europa ni a otros lugares. “Nos quedamos en la tierra donde nacimos y lucharemos si hace falta para defenderla”. Mientras tomamos un té o un café y desenvolvemos dulces de todo tipo, nuestra pequeña delegación aprovecha para hablar de política y, en particular, del deseo de fomentar y apoyar la creación de cooperativas en el pueblo. Sin entender todos los entresijos, observo con interés y emoción cómo estas conversaciones evocan el recuerdo de los desaparecidos y la importancia de unir fuerzas para crear mejores condiciones de vida y una mayor autonomía local. La “Malbata şehîd”, explican, puede aportar una ayuda material (en forma de material agrícola, por ejemplo) a las familias que están en disposición de organizar juntas su producción. El principal interés es poder reducir progresivamente la necesidad de comprar alimentos en el exterior.
Me despido de la última familia del día mientras inclinándome hacia la decana de la casa. No sé cuántos años tiene, está sentada en una esterilla en el suelo (las sillas son más bien escasas, sobre todo en interiores). “Es ciega”, me dicen. Me coge la mano con energía y me da un cálido abrazo. Le beso la mejilla y me voy con el corazón encogido, sintiéndome cercano, a pesar de nuestras diferencias, a estas familias que llevan una vida tan digna. Pienso en el contexto de nuestros propios países, donde los medios de comunicación y el oportunismo político alimentan el odio, los estereotipos y la represión hacia las personas de raíces árabo-musulmanas, aprovechándose con demasiada frecuencia de la falta de conocimiento y contacto con la inmensa riqueza y diversidad de estas culturas. Mientras termino este texto, busco en internet retratos de algunas de las víctimas recientes. Descubro que 11 cadáveres, entre ellos los de niños, acaban de ser repatriados a Rojava desde la costa argelina, donde perdieron la vida intentando encontrar refugio en Europa. Una vez más, me digo: “Este mundo es mucho peor de lo que son las personas que viven en él… ¡pero ya es hora de que nos levantemos y nos organicemos para impedir que vaya aún más a la deriva!”.
FUENTE Diego del Norte / Kurdistán América Latina