El caso de la muerte de la joven de etnia kurda Mahsa Amini a manos de la “policía de costumbres”, un cuerpo represivo encargado de velar por el respeto de la concepción oficial rigorista del régimen respecto de la religión, fue el detonante para que multitudes de ciudadanos protestaran pacíficamente en todo Irán.
¿Cuál fue el delito cometido por la joven Amini? Pues, el uso “incorrecto” del hijab, el velo con que las mujeres musulmanas -cada vez menos- cubren sus cabellos y su pecho. Uso incorrecto significa una cobertura parcial de la cabeza.
Sin dudas, la muerte de Amini fue producto de un “exceso” policial. Exceso que nadie investigó, que nadie sancionó, que a nadie preocupó en el seno del gobierno. Contraste por demás con la violencia de la represión que causó la muerte de 326 personas, entre ellas 43 niños y 25 mujeres.
Pero, sobre todo, contrasta en materia de justicia. Frente a la nada en materia del exceso policial, la condena a muerte de 17 personas vinculadas con las protestas y reconocidas como culpables del delito de “moharebeh”, que traducido del persa -idioma oficial iraní- significa “guerra contra Dios”.
Es posible discutir el mayor o menor grado de ferocidad con que la dictadura de los ayatolas gobierna el país. Así, el gobierno anterior del “reformista” -para los parámetros ultra-religiosos de la “Revolución Islámica”- Hasán Rohaní fue mucho menos represivo que el actual presidido por el ayatola Ebrahim Raisi, cuyo sobrenombre popular es “el verdugo”.
Pero no es quien ejerce el cargo de presidente la figura determinante del régimen. Precisamente, muy por encima de la presidencia y el gobierno aparece quien detenta la jerarquía de líder supremo de la República Islámica de Irán. Actualmente, ese líder supremo es el ayatola Alí Jamenei.
Jamenei es un anciano de 83 años que fue presidente de la República Islámica entre 1981 y 1989. Sucedió como líder supremo al “padre” de la “Revolución”, el ayatola Ruhollah Jomeini, a su muerte acontecida en 1989. Es la cabeza omnipresente del régimen. No son pocos quienes atribuyen a su personalidad la ferocidad represiva de la dictadura.
Cuando fue designado sucesor del líder supremo aún en vida, Ruhollah Jomeini, Jamenei no contaba con el rango de ayatola, jerarquía absolutamente necesaria para alcanzar el liderazgo supremo.
La desconfianza que el dictador-ayatola Jomeini resentía frente a sus colegas, impulsó los cambios necesarios para que Jamenei estuviese en condiciones de convertirse en sucesor.
A la fecha, Jamenei cuenta con la lealtad completa del “verdugo” Raisi, responsable como fiscal general por la muerte de miles de personas en 1989, precisamente en ocasión de la sucesión de Jomeini por Jamenei, y como presidente de la represión actual a las manifestaciones opositoras, cuyo eslogan es “mujer, vida, libertad”.
Según algunos observadores, Jamenei padece accesos crónicos de depresión, seguidos por ataques de paranoia sobre “complots” para desestabilizarlo. Y es que Jamenei no es un anciano que se resigna a vivir en paz sus últimos años. Por el contrario, su gran preocupación es su propia sucesión.
De momento, se trata de una incógnita, pero todo indica que Jamenei esboza un deseo “dinástico”. En agosto de 2022, promovió a ayatola a su hijo Moytaba. El crimen de Masha Amini un mes después, y la consiguiente reacción popular, pusieron en jaque a la “silenciosa” pretensión sucesoria.
El “eje de la resistencia”
La contestación de la población, particularmente de la juventud, las mujeres y los profesionales e intelectuales, obliga a la dictadura teocrática a fortalecer su aparato de seguridad y su aparato de propaganda, en un intento de quebrar la protesta social.
Resultado: un país escaso de recursos, en función de las sanciones norteamericanas y, en menor medida, europeas, que privilegia la seguridad del régimen, y la propagada incrementa el gasto público, emite moneda para financiarlo y reduce, inflación mediante, el poder adquisitivo de la población.
Una forma de echar leña al fuego en el seno de una sociedad que no aguanta más la perversa combinación de falta de libertades y de empobrecimiento generalizado.
Pero las consecuencias van más allá. Abarcan el pomposamente llamado “eje de la resistencia” que, geográficamente, coincide con la denominada “media luna chiita”, que incluye, además de Irán, a Irak, a Siria y al Líbano.
El mencionado “eje de la resistencia” es una concepción geopolítica inventada por la teocracia iraní, cuyos objetivos consisten en quebrar su aislamiento internacional a través de la construcción política, conformada alrededor de las coincidencias religiosas. Es decir, del islam en su versión chiita.
En ninguno de los cuatro países, el islam chiita es religión única. En Siria, el 58% de la población es musulmana sunita, el 16% es cristiana y el 4% drusa. Ergo, los chiitas solo totalizan el 22% de la población siria. Claro, el dictador Bashar Al-Assad es chiita, aunque en su versión alauita, distinta del chiismo iraní.
En el Líbano, los chiitas y los sunitas representan el 27% de la población, respectivamente, frente al 40% de cristianos y el 6% de drusos. Claro, el temible ejército paramilitar Hezbollah está íntegramente conformado por chiitas.
En Irak, los chiitas son mayoría con el 58% de la población, los sunitas el 37% y los cristianos y otras religiones totalizan el 5%. A la fecha, aunque divididos en dos variantes, los chiitas iraquíes gobiernan el país.
En rigor de la verdad, el componente religioso del “eje de la resistencia” lejos está de representar valores religiosos, por mucho que la teocracia iraní gaste en propaganda al respecto. Por el contrario, se trata de una pretendida alianza militar para enfrentar a los tres enemigos del régimen de los ayatolas: las monarquías del Golfo, Israel y Occidente.
Es pretendida porque no se trata de una alianza militar de las Fuerzas Armadas, sino de organizaciones militarizadas o paramilitarizadas, como son los Guardianes de la Revolución iraní, las Fuerzas de Movilización Popular -entre otros grupos- iraquíes, el ya citado Hezbollah en el Líbano que, a su vez, junto con los Guardianes de la Revolución, actúa en Siria.
Pues bien, semejantes estructuras armadas son financiadas, en gran medida, con el presupuesto iraní bajo el rubro Guardianes de la Revolución, rama política de las Fuerzas Armadas. De allí que su futuro resulte incierto y, como ocurrió en otras partes del mundo, roten hacia el narcotráfico como fuente, por ahora, adicional de provisión de recursos.
La presencia mundial
Claro que el financiamiento de una rama paramilitar de un país en crisis económica desde hace varias décadas, y agudizada en los últimos años, más allá del daño que ocasiona al poder adquisitivo de la población, no puede sino achicarse.
Resultado: los países del “eje de la resistencia” se ven envueltos en la incapacidad de acumular reservas, en el desorden económico y por ende en el caos institucional cuando no, como en Siria, en la guerra civil.
Sin duda, las sanciones norteamericanas que pesan sobre Irán y sobre Siria juegan un rol de primera línea en la materia. No se trata de sanciones “imperialistas”, como le encanta decir al relato de la “izquierda boba”, siempre lista para condenar a Occidente -en particular, a Estados Unidos-, y siempre lista para apoyar dictaduras como China o Rusia.
Se trata de dos temas centrales que hacen el uno a la política interior de los ayatolas, el otro a la política exterior, dicho de otra manera, a la seguridad internacional. El primero se refiere a las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que no solo afectan a los opositores al régimen, sino a personas del corriente como el caso de la occisa Mahsa Amini.
El segundo radica en el proceso de enriquecimiento de uranio que la dictadura teocrática lleva a cabo en un claro intento -más allá de cualquier desmentida- de obtener capacidad militar de carácter nuclear.
Fue en 2015 cuando Irán negoció con los Estados Unidos, Rusia, China, Francia, el Reino Unido y Alemania un acuerdo nuclear cuya negociación duró dos años. El pacto contemplaba el levantamiento de las sanciones económicas contra Irán a cambio de una limitación en el programa de energía atómica del país persa.
Una simple mirada sobre aquel acuerdo demuestra el grado de avance al que había llegado Irán en su carrera hacia el arma nuclear. Abarcaba el funcionamiento de 20.000 centrifugadoras necesarias para enriquecer el uranio y el funcionamiento de un reactor de agua pesada capaz de fabricar plutonio.
No pocos expertos consideraban que la dictadura iraní estaba en condiciones, en poco tiempo -entre tres meses y dos años- de acumular suficiente uranio enriquecido para producir su bomba nuclear.
Tres años después, en 2018, el ex presidente norteamericano Donald Trump retiró a su país del acuerdo nuclear con Irán. Su justificación fue que el pacto solo limita las actividades nucleares iraníes a un período definido; que no evita el desarrollo de misiles balísticos y que el gobierno teocrático fue recompensado con 100.000 millones de dólares.
A la fecha, el presidente actual de los Estados Unidos Joe Biden, pese a su visión extremadamente crítica de la presidencia Trump, no reincorporó el país al acuerdo, mientras que Irán recomenzó el enriquecimiento de uranio para abandonar finalmente el conjunto de limitaciones técnicas que imponía el pacto.
El retorno al poder en Israel del primer ministro Benjamín Netanyahu al frente de un gobierno con componentes de extrema derecha complica cualquier intento de retorno o de negociación de un nuevo acuerdo.
Y es que se trata, lisa y llanamente, de supervivencia. Para Irán, de su maltrecho régimen que dadas sus características dictatoriales bien puede dar un salto al vacío y cumplir su promesa de borrar a Israel del mapa. Para Israel, la posibilidad de bombardear las instalaciones nucleares iraníes a fin de destruirlas definitivamente.
Desastre económico
En noviembre de 2022, Irán comenzó a producir, en su usina subterránea de Fordo, uranio enriquecido al 60%. El incremento da por tierra cualquier intento de retorno al pacto del 2015.
Pero, además, revela dos realidades. La primera y más importante: el programa nuclear iraní es un programa de corte militar cuyo objetivo es producir bombas atómicas. Es así porque no existe justificación alguna para enriquecer uranio destinado a un uso pacífico al 60%. El acuerdo del 2015 fijaba el porcentaje de enriquecimiento en 3,67%.
La segunda -principal para los civiles iraníes- es que las inmensas inversiones para alcanzar el objetivo del arma nuclear implican un enorme gasto público que los ingresos del Estado no llegan a cubrir y, por ende, se lo lleva a cabo mediante la emisión monetaria. De allí, una inflación que supera al 50% anual.
El déficit fiscal iraní supera el 4% del PIB, más del doble de lo admitido para alcanzar una estabilidad de la economía. De su lado, las sanciones norteamericanas, en particular el congelamiento de los activos iraníes depositados en los Estados Unidos, complican aún más la situación.
Se trata de 2.000 millones de dólares que la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos autorizó a bloquear y que varios tribunales de ese país pretenden utilizar para indemnizar a los muertos norteamericanos por ataques terroristas cometidos por organizaciones sostenidas por la dictadura iraní.
Por el contrario, no es improbable que la Corte Internacional de Justicia, organismo de las Naciones Unidas, con sede en La Haya otorgue la razón a la dictadura de los ayatolas. Lo hizo en el pasado al invocar un tratado de amistad entre Irán y los Estados Unidos firmado en 1955, antes de la Revolución Islámica, con el entonces shah Mohamed Reza Pahlevi.
El tratado fue denunciado por el gobierno norteamericano, en 1979, tras la toma de rehenes en la embajada de los Estados Unidos en Teherán. Pero para Irán y, posiblemente, para la Corte Internacional de Justicia, tiene vigencia, aunque no se entiende muy bien por qué.
Irán recurrió nuevamente a la Corte Internacional de Justicia en un intento de recuperar esos fondos. Pese a que las decisiones de la Corte Internacional de Justicia no son vinculantes, dado que el tribunal no cuenta con recursos de fuerza para hacer cumplir sus sentencias.
Resulta cuanto menos curioso que la teocracia iraní invoque un tratado firmado por el derrocado, vilipendiado y odiado shah.
El fracaso de la auto-denominada Revolución Islámica es por demás visible. Cuarenta y cuatro años después de su llegada al gobierno, la represión social reaparece de manera constante cada vez que la sociedad reclama libertad. Un reclamo que el régimen asocia siempre a las “malas influencias” y al “accionar pérfido” de Occidente.
Hoy, Irán conforma con Rusia y China, un contra modelo no del todo definido, opuesto al Occidente liberal y democrático. Los tres consideraron que la “hegemonía” de los países occidentales, encabezados por los Estados Unidos, caería por su propio peso.
Nada de esto ocurrió. Por el contrario. Son las tres dictaduras quienes se debaten por su supervivencia. Irán frente a la contestación civil. China frente al notorio fracaso de la política sanitaria por el Covid y la reacción popular al respecto. Rusia por su incapacidad política y militar puesta de manifiesto en la invasión a Ucrania.
A la fecha, ya no son los resultados de los contra modelos quienes galvanizan todavía las miradas de no pocos gobernantes de países en vías de desarrollo. Hoy, Irán, China y Rusia, en distinto grado, solo reclutan la admiración de dictadores y de populistas autoritarios en el resto del mundo.
FUENTE: Luis Domenianni / El Economista